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10 may 2008

Istanbul'in köprulesu hatirlatarim


Hemos regresado de la antigua Constantinopla con el convencimiento absoluto de que deberíamos dedicar nuestras breves vidas al aprendizaje continuo e ininterrumpido, en vez de a la producción injustificada, y la mayoría de las veces, innecesaria. Pero no a un aprendizaje de tratado y manual, sino a ese conocimiento de las cosas que ningún catedrático puede enseñar en ninguna de sus clases. No hay academias que enseñen este tipo de contenidos.

La sociedad del conocimiento es aquella en que el conocimiento deja de tener valor. Lo importante no es el conocimiento, sino la sabiduría. Aquello que no se puede describir en un texto.

Aprendo más paseando por una ciudad desconocida que leyendo cualquier tratado de teoría de la arquitectura. Aprendo más en cinco minutos de visita de obra que estudiando construcción y estructuras de cualquier carrera técnica durante cinco, seis o siete años. Aprendo más hablando con el dependiente de un restaurante perdido en una calle perdida junto al puente de Gálata, que escuchando a cualquier catedrático una conferencia en la que me repite, cual lorito, la tesis desfasada que aprobó 'cum laude' hace 25 años. Aprendo más de lo que he vivido y de lo que he viajado que de lo que me he examinado y de lo que me han evaluado. No habría que dejar de aprender nunca. De hecho sólo habría que aprender para jamás aplicar lo aprendido. 


Conocer como si fuera respirar. Sin más objetivo que mantenernos vivos.

Estambul nos ha enganchado. Nos ha enseñado. Nos ha sorprendido en cada rincón, seguramente porque esperábamos encontrar otra cosa al mirar en esos rincones. Hemos navegado entre dos continentes. Hemos visto el Mar Negro y hemos sentido su brisa heladora colándose por los huecos de nuestros abrigos. Hemos mirado hacia el cielo en cada una de las mezquitas en las que hemos entrado, no para buscar a Alá sino para contemplar maravillados sus cúpulas, intuir sus mosaicos, sus fascinantes lámparas colgantes o la perfección de cada uno de los azulejos que decoran cada paño. Hemos fumado. Hemos comido. Hemos tomado el té mirando cómo el sol se apagaba, ocultándose detrás de los incalculables minaretes que se erguían al fondo en otro continente diferente al que pisaban nuestras botas. Hemos volado junto a los pájaros, cegados en la noche por los focos de la Mezquita Azul, mirando desde lo alto la cascada de cúpulas que definen su estructura. Nos hemos sobrecogido ante la inmensidad de Ayasofya, esa que hasta ahora, sólo habíamos podido intuir en libros. Y hemos entendido, por fin, su grandeza infinita. Hemos cruzado sus puentes, que unen algo que está más allá de dos barrios de la misma ciudad. Unen dos continentes. Hemos comprado. Hemos regateado. Hemos desgastado sus calles vagabundeando con la mirada perdida en cada uno de sus rincones. Hemos vivido allí durante unas cuantas horas. Hemos sido parte de su ciclo. Y en menos de tres meses volveremos a respirarla.

Hemos recordado cada rincón de la ciudad sin haber estado antes en ella. Hemos vivido los recuerdos de algo que no estaba en nuestra memoria, como ya hizo Orhan Pamuk en su 'Estambul: Ciudad y recuerdos'. Y nos ha parecido maravillosamente fascinante. 


Maravillosamente cautivadora.



++

El señor Kayip se acomoda todas las mañanas en el rincón más oscuro del negocio filial, encajado entre la amplia ventana que da a la calle y la barra grasienta, de espaldas a un eje giratorio en el que se dora lentamente el cordero. El señor Kayip, al que sus padres llamaron Ismail y sus amigos apodaban Uskumru Bey - los viejos amigos, tan lejos ahora que sus caras se confunden al evocarlas- , dedica su tiempo a vigilar la clientela por encima de un gigantesco bigote gris. Desde fuera, su inmovilidad es admirada por viandantes curiosos que pasan junto al cristal del restaurante Atatürk; no muy seguros de estar contemplando un decorado, se asustan cuando la mirada les es devuelta, como si de repente una langosta del acuario los saludase. Tiene aspecto de figurín: perfil sobresaliente y muy otomano, sonrisa distante, postura rígida. El fulgor de sus ojos, escondidos en el fondo de las cuencas de la calavera, es la única señal de vida visible en ese gastado cuerpo; parece que recorre miles de quilómetros antes de ir a posarse en su objetivo.

- Padre, ¿está cómodo aquí? ¿Le traigo otro café?- pregunta de vez en cuando su hijo Mim, sudoroso y limpiando las manos en una camisa estampada con manchas de aceite. Mueve la cabeza y enciende una pipa de marfil labrado, que extrae de las profundidades de su chaquetón de lana oscura. Pronto el humo se arremolina delante de él, confiriéndole calidades de sombra china: una figura difuminada e irreal de la que sólo se distingue la curva elegante de la nariz, los ojos como brasas.

El señor Kayip cae, gracias al tabaco, en un estado de ensueño del que Mim prefiere no rescatarlo; medio dormido, comienza a ver más allá de la ventana y la ciudad, mientras murmura en turco frases inconexas:

- Istanbul'in köprulesu hatirlatarim...

Cuento "Los Puentes de Estambul"

3 comentarios :

Lou dijo...

Nosotros también nos quedamos cautivados con Estanbul hace ya más de 1 año.
Cuando viajamos procuramos llegar hasta dónde nuestros pies nos dejen, empapándonos de la ciudad antes que de sus elementos puntuales y desconectados entre si.
Que envidia que volvais tan pronto!!

Lou dijo...

ups, me despiste con las fechas, he leido 2009 y no 2008.

multido dijo...

Ya nos lo habíamos imaginado lo de la confusión de las fechas... jaja... no pasa nada... se entendía perfectamente el mensaje...

Muchas gracias por el comentario... de verdad