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27 feb 2018

Earthquakes don´t kill people

Photo by JA / Tokyo, Japan / 2018
E-Hotel. Higashi Shinjuku.

Miro por la ventana y todo me resulta extrañamente familiar. Pienso que puede ser porque llevo viviendo en Asia mucho tiempo y ya estoy acostumbrado a sus escalas, ritmos y proporciones. Pero también es en parte porque he recorrido estas mismas calles en suficientes ocasiones como para saber moverme por sus geometrías sin apenas mirar un plano. Estuve aquí por primera vez hace 11 años y no me canso de volver. Regresaría cada año sin dudarlo si pudiera. Si me dieran tiempo.

Es la sexta vez que piso suelo nipón. Cinco han sido por placer y una por trabajo. En todas ellas he pasado algunos días en Tokyo y esta es la tercera ocasión consecutiva que me alojo en el E-Hotel.

Repito hotel porque le tengo cariño, y le tengo cariño por varias razones. Primero, porque es muy práctico. Es una máquina urbana perfecta. No le falta ni le sobra nada, como si fuera un artículo de MUJI. Es cierto que la habitación podría ser algo más espaciosa, pero entonces ya no estaría en Tokyo o (peor aún) pertenecería a una cadena tipo Marriott o Hilton y costaría tres veces más. Y ni quiero gastarme ese dinero en dormir ni tampoco es esa la experiencia que me apetece vivir cuando paso unas noches en una megalópolis como esta. El verdadero lujo aquí es la propia ciudad, no una habitación de hotel. Lost in Translation estuvo bien, pero Tokyo es mucho más que el Park Hyatt.  

Segundo, por su ubicación. Está situado en Shinjuku, una de mis zonas preferidas y probablemente la mejor en cuanto a ambiente nocturno junto con Shibuya. Estratégicamente hablando esto me parece perfecto para un viaje. Tras pasar todo el día pateando la ciudad, me gusta acabar por la noche en la zona caníbal por excelencia y estar a escasos 10 minutos andando de caer rendido en la cama. Puedes ir a berrear a un karaoke, tomar una copa en uno de los antros de 4m2 del Golden Gai o cenar en un delicioso Izakaya mientras bebes birra con sake. Y volver después al hotel dando un agradable paseo sin depender del cierre del transporte público o de los taxis. Sin desplazamientos de última hora. Sin tener que andar todo el rato pendiente del reloj.

Pero la razón más importante por la que le tengo cariño al E-Hotel es porque a las 5:18 de la madrugada del 5 de mayo de 2014, mientras dormíamos tranquilamente en una de las habitaciones de la séptima planta de este edificio, una fuerte sacudida que nos llevó bastante tiempo identificar interrumpió bruscamente nuestro sueño. Esa noche vivimos enmudecidos y aterrados nuestra primera (y hasta la fecha, también única) experiencia sísmica. Fue uno bastante intenso. 6,7 según Richter y 687.890,7 según mi propia escala subjetiva para medir terremotos. Tuvo dos réplicas que duraron unos 30 segundos, aunque a mí me parecieron horas.

Era como estar dentro del camarote de un barco que se está enfrentando a una fuerte tormenta en alta mar. El edificio se movía en todas direcciones, la cama chocaba contra las paredes, las maletas iban de un lado para otro, se escuchaban los movimientos de la estructura metálica. Y nosotros permanecimos inmóviles en la cama agarrados de la mano mirando al techo de la habitación. Sin decir ni una sóla palabra. Deseando que todo aquello terminase.

Cuando salió el sol al cabo de unas horas, ni una grieta en la pared, ni un acabado afectado, ni un cristal resquebrajado, ni una puerta desencajada, ni una tubería rota, ni un pavimento levantado. Ni un sólo desperfecto visible en todo el edificio. Ninguna estructura o infraestructura en Tokyo resultó dañada a causa de aquel terremoto. El temblor no fue para ellas más que un leve cosquilleo. Un majestuoso baile con las profundidades de la Tierra.

“Earthquakes don´t kill people, but collapse of the buildings do”, sentenciaba Shigeru Ban en una charla de TED que me encanta.

Aquella noche el E-Hotel no colapsó. Y desde entonces le debo una a ese edificio.

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