Hoy podemos decir
orgullosos que somos unos bebés chinos de tan solo un año de edad.
Aterrizamos en Shanghai un día 20 de Febrero del año 2011. No íbamos demasiado cargados, pero jamás nos ha pesado tanto un equipaje como aquel día. Tan solo llevábamos con nosotros un par de maletas viejas, cargadas cada una de ellas con 23 kilos de miedos, preguntas e incertidumbres. Recuerdo que atravesamos el control de pasaportes del aeropuerto sin dirigirnos la palabra el uno al otro. Ni siquiera queríamos mirarnos entre nosotros porque sabíamos que si lo hacíamos, podríamos ver el temor reflejado en los ojos de la otra persona.
Sonreíamos, eso sí. Pero no era una sonrisa común. Era más bien una de esas sonrisas que uno dibuja en su rostro cuando no tiene preparada una expresión adecuada para una situación desconocida hasta ese momento… y como uno no sabe qué hacer, ni qué cara poner, ni qué palabras decir, adopta de manera involuntaria esa sonrisa rígida, artificial, automática e inexpresiva. Como si fuera una máscara burlesca de un carnaval que trata de disimular el verdadero rostro que uno esconde debajo de ella. Atravesamos las puertas automáticas de las puertas de salida del aeropuerto y soltamos durante un instante las pesadas maletas. Alzamos la vista y nos quedamos allí parados. Inmóviles. Respiramos suavemente sin saber muy bien hacia dónde dirigir nuestros pasos, mientras echábamos un vistazo a nuestro alrededor sin fijar nuestras miradas en ningún lugar concreto.
“Ya estamos aquí” dijimos cada uno de nosotros sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Sin necesidad siquiera de mirarnos a los ojos. “Ya hemos llegado”. Apuré el cigarro que había encendido minutos antes y sentí que era el momento de hablar. No porque me apeteciera decir nada, sino porque sencillamente uno sabe cuándo ha llegado la hora de pronunciar esas palabras que sólo con pensarlas logran que tu sangre se transforme en fríos bloques de hielo como por arte de magia.
“Bueno… ¿por dónde empezamos?”
“What´s next?”
Aterrizamos en Shanghai un día 20 de Febrero del año 2011. No íbamos demasiado cargados, pero jamás nos ha pesado tanto un equipaje como aquel día. Tan solo llevábamos con nosotros un par de maletas viejas, cargadas cada una de ellas con 23 kilos de miedos, preguntas e incertidumbres. Recuerdo que atravesamos el control de pasaportes del aeropuerto sin dirigirnos la palabra el uno al otro. Ni siquiera queríamos mirarnos entre nosotros porque sabíamos que si lo hacíamos, podríamos ver el temor reflejado en los ojos de la otra persona.
Sonreíamos, eso sí. Pero no era una sonrisa común. Era más bien una de esas sonrisas que uno dibuja en su rostro cuando no tiene preparada una expresión adecuada para una situación desconocida hasta ese momento… y como uno no sabe qué hacer, ni qué cara poner, ni qué palabras decir, adopta de manera involuntaria esa sonrisa rígida, artificial, automática e inexpresiva. Como si fuera una máscara burlesca de un carnaval que trata de disimular el verdadero rostro que uno esconde debajo de ella. Atravesamos las puertas automáticas de las puertas de salida del aeropuerto y soltamos durante un instante las pesadas maletas. Alzamos la vista y nos quedamos allí parados. Inmóviles. Respiramos suavemente sin saber muy bien hacia dónde dirigir nuestros pasos, mientras echábamos un vistazo a nuestro alrededor sin fijar nuestras miradas en ningún lugar concreto.
“Ya estamos aquí” dijimos cada uno de nosotros sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Sin necesidad siquiera de mirarnos a los ojos. “Ya hemos llegado”. Apuré el cigarro que había encendido minutos antes y sentí que era el momento de hablar. No porque me apeteciera decir nada, sino porque sencillamente uno sabe cuándo ha llegado la hora de pronunciar esas palabras que sólo con pensarlas logran que tu sangre se transforme en fríos bloques de hielo como por arte de magia.
“Bueno… ¿por dónde empezamos?”
Ese fue el momento
de nuestra llegada a China. Y así, como que no quiere la cosa, en un abrir y
cerrar de ojos y sin casi darnos ni cuenta, hoy hace
exactamente un año que llegamos a Shanghai.
Un año que ha parecido durar tan sólo unos pocos meses.
Un año que ha parecido durar tan sólo unos pocos meses.
Es sorprendente lo
rápido que pasa el tiempo cuando cambian las reglas del juego y uno tiene que
esforzarse en aprender a jugar de nuevo. Porque cierto es que a las personas se
nos olvida jugar. Se nos olvida soñar. Se nos olvida mantener vivas las
ilusiones. Se nos olvida relativizar y dejarnos llevar por el inesperado curso
de los acontecimientos. Como hacíamos cuando éramos niños. Y el hecho de recuperar
esas sensaciones perdidas dentro de nosotros, hace que consigamos adentrarnos
en una dimensión olvidada en la que casi ninguna cosa tiene importancia. Una
dimensión donde nada es relevante. Ni el tiempo. Ni el espacio. Ni ganar. Ni
perder.
Lo único que realmente importa es adaptarse a esas nuevas reglas… y continuar jugando.
Lo único que realmente importa es adaptarse a esas nuevas reglas… y continuar jugando.
Tras un año a la
deriva navegando por esta nueva dimensión, hemos de admitir que nos gusta. Hemos
vencido ciertos miedos, hemos obtenido respuestas a algunas de las preguntas
que trajimos en nuestras desgastadas maletas y hemos conseguido volver a
recuperar las ganas de seguir jugando. Tras este año a la deriva, hemos
descubierto que la mayoría de las veces, ni la oscuridad es tan oscura, ni los
temores que en ocasiones nos paralizan son tales temores, ni las incertidumbres
que nos contaminan por dentro lo son tanto.
Ha pasado un año desde aquella fría mañana de Febrero en la que aterrizamos en Shanghai.
Y si tal día como hoy alguien nos preguntase con qué frase nos gustaría terminar este pequeño relato de nuestro primer año viviendo en las Tierras del Dragón, haríamos nuestras aquellas sencillas y sabias palabras del Presidente Bartlet en la serie The West Wing, y gritaríamos al unísono…
Ha pasado un año desde aquella fría mañana de Febrero en la que aterrizamos en Shanghai.
Y si tal día como hoy alguien nos preguntase con qué frase nos gustaría terminar este pequeño relato de nuestro primer año viviendo en las Tierras del Dragón, haríamos nuestras aquellas sencillas y sabias palabras del Presidente Bartlet en la serie The West Wing, y gritaríamos al unísono…
1 comentario :
Sólo puedo decir: Qué bueno que viniste, che :)
Sus quiero polluelos.
M.
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