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5 may 2009

El conocimiento líquido

Reproducimos íntegramente un texto escrito por José Luis Pardo, en el que nos ofrece un análisis exhaustivo de las progresivas reformas que han tenido y están teniendo lugar en las Universidades Públicas, las posibles motivaciones de dichos cambios en los modelos educativos y sus inevitables consecuencias en un futuro no tan lejano. Creemos que es una aproximación muy acertada a las interminables revisiones en la educación universitaria, basadas en la manipulación del conocimiento humano en pro de un beneficio empresarial y económico y en detrimento de la formación de personas. 

Un texto que sirve como introducción perfecta para otros análisis y valoraciones que puedan realizarse sobre esta serie progresiva de perversas reformas que nos han llevado al inevitable e inminente Proceso de Bolonia.

Jose Luis Pardo es profesor titular de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Autor de "La regla del juego", "Sobre la dificultad de aprender filosofía" y "Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas".

“En Moscú, hubo una época en que el deseo de no conservar moneda alguna, ni siquiera durante un período mínimo de tiempo, alcanzó una intensidad increíble. Si un tendero vendía una libra de queso, tomaba los rublos que acababa de recibir y corría al Mercado Central tan rápido como le permitían sus pies para reconstituir su stock cambiando sus rublos por queso, si es que le daba tiempo a llegar antes de que hubiesen perdido su valor”. (John Maynard Keynes)

Empezó la cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: en lugar de tener asignaturas, las carreras universitarias empezaron a tener créditos. Como esto ocurrió en un momento en el cual el propio crédito bancario gozaba de un enorme prestigio social –el endeudamiento se había convertido en el símbolo más deslumbrante de la riqueza–, la analogía financiera no solamente no fue recibida con sospecha, sino que incluso causó la impresión de que el muy desacreditado territorio de la enseñanza adquiría de ese modo un esplendor de modernidad que parecía perdido desde hacía décadas: mientras que cursar una “asignatura”, una “materia” o una “disciplina” sonaba a algo rancio y pasado de moda, tener un crédito de antropología o siete créditos de química orgánica se presentaba –al igual que tener concedida una hipoteca para financiar un chalet adosado– como un inequívoco signo de progreso. Y no por casualidad. En el siglo XIX, Marx había escrito que “hubo un gran progreso” cuando Adam Smith alumbró la categoría de “trabajo en general” –un concepto cuyo carácter históricamente revolucionario nos pasa desapercibido debido a la evidencia con la que se ha impuesto–, es decir, no trabajo de esta o de aquella clase, de ebanistería o de albañilería, sino simple y mondo trabajo, abstracción hecha de cualquier determinación o cualificación que pudiera precisarlo. Ciertamente, este logro teórico vino precedido por el logro práctico de la proletarización del conjunto de la fuerza de trabajo: “La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en donde el género determinado del trabajo es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente”, decía el autor de El Capital. El progreso en cuestión se debía, naturalmente, a que la actividad productiva, así concebida como “una gelatina de trabajo humano indiferenciado” (según otra expresión de Marx), se deja perfectamente traducir en términos de dinero por unidad de tiempo; en consecuencia, de lo que se hace abstracción por este camino no es solamente de las determinaciones concretas del trabajo –que adquiere por ello la misma homogeneidad y vacuidad que el dinero– y de las peculiaridades del tiempo –que queda identificado con un contenedor universal absolutamente liberado de todo contenido diferenciado–, sino también de la inmensa cantidad de sufrimiento que ese despojo tuvo que suponer para los hombres que se vieron sometidos a tal proceso, y que igualmente hemos olvidado.

De un modo semejante, al introducir en el orden del saber el aparato bancario de medida, como por arte de magia se tornaron equivalentes dominios que antes no parecían poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la biología molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y sonantes y, por tanto, de dinero por unidad de tiempo: había nacido el “conocimiento en general”, sin distinción de contenidos, y por ello se impuso – no sólo sin resistencia alguna, sino con manifiesto entusiasmo a izquierda y derecha– el eslogan de la sociedad del conocimiento, otra idea completamente revolucionaria que arrasa toda la arquitectura del saber cualificado y organizado en disciplinas y especialidades, en beneficio de lo que no sería exagerado llamar “una gelatina de conocimiento humano indiferenciado”, de tal manera que podría traducirse en estos términos el “progreso” alabado por Marx: “La indiferencia respecto del conocimiento determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en donde el género determinado del conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente”.

La investigación licuefacta

La rigidez propia de la tarea científica –lo que se suele denominar rigor– depende en lo esencial de una distribución de áreas, disciplinas y especialidades que, al menos desde que Aristóteles acuñase la expresión “ciencia teórica” (referida a la Física y a la Matemática), no debe su organigrama ni su estructura a las veleidades más o menos variables de la imaginación subjetiva de los científicos, ni siquiera a los diferentes propósitos que se pretendan lograr mediante la investigación, sino a la cosa misma de la cual se trata en cada una de las ciencias, que es la que verdaderamente ordena y organiza el conocimiento en segmentos catalogados y labores específicas. El carácter acumulativo de la investigación así diseñada no impide, naturalmente, que en función de los avances y descubrimientos (y, por tanto, una vez más en función de la cosa misma de la cual se trata en cada caso) se produzcan correcciones e innovaciones que afectan a la propia estructuración del saber, tanto en sus aspectos teóricos como en los empíricos, y esta estructura, junto con sus cambios y modificaciones históricas, es la que se refleja en la distribución de las facultades en las Ciudades Universitarias públicas desde el siglo XVIII, así como en los Departamentos constituidos en cada una de ellas. Aunque las realizaciones materiales siempre son deficitarias con respecto a los esquemas ideales, este es sin duda el modelo de organización social del conocimiento científico que Europa siguió y extendió desde los tiempos de la Ilustración. Como tantas otras cosas, la investigación científica necesita dinero, y el carácter eminentemente público de la investigación en las sociedades ilustradas y democráticas exige que el Estado dedique una porción del contenido de sus arcas a sufragar esa tarea, dejando a los científicos e investigadores la labor de distribuir esa cantidad grande o pequeña en función de las necesidades de la propia ciencia en cada momento y, sin duda alguna, también en función de la necesidad de saberes cualificados y profesionales experimentada por la propia sociedad.

Y la relación de este modelo con la Ilustración no es en absoluto contingente: la ilustración es un combate contra la ignorancia y la superstición, que concibe el saber como un instrumento de emancipación de toda clase de “tutores” deseosos de impedir a los hombres pensar por sí mismos; por tanto, no puede abrirse camino si no es invocando una fuerza superior a la de las cadenas que ligan a los hombres a sus prejuicios, que no son solamente las cadenas con que los amos pretenden sujetar al pueblo –como decía Spinoza, igual que se sujeta a un caballo con ayuda del freno–, sino también las de la minoría de edad culpable a la que se refería Kant, es decir, las de la voluntad de servidumbre que prefiere obedecer y obtener a cambio seguridades y bienestar –aunque se trate de seguridades ilusorias y de bienestar pasajero– mejor que atreverse a saber, puesto que la verdad no suele ser demasiado complaciente con las expectativas de los hombres. Esta “fuerza superior” no es más que el poder público de la verdad, es decir, el modo como en verdad son las cosas, modo que se resiste obstinadamente a la voluntad de los tiranos tanto como a la de los siervos, a menudo dispuestos unos y otros a conformarse con una mentira conveniente. Sin contar con esta “fuerza”, la ilustración del género humano pierde su principal apoyo y corre el peligro de reducirse a una contienda desnuda por el poder, y por eso es decisivo garantizar la igualdad del derecho de todos los ciudadanos a la mejor instrucción pública posible, ya que si esto no elimina por sí solo las desigualdades socioeconómicas, es el medio más seguro de contrarrestar sus consecuencias políticas.

Ahora bien, en la “sociedad del conocimiento” –que, como el lector puede suponer, es una invención mucho menos reciente que esta etiqueta que ahora lleva– el saber ve amenazado su rigor: en vez de ligarse ante todo, en su planteamiento y en su desarrollo, a la recién mencionada estructura de las ciencias y a sus concreciones académicas, así como a la necesidad de ilustración de una sociedad democrática, la investigación empieza a depender en mayor o en menor medida de la obtención de financiación preferiblemente externa (externa al sector público, es decir, privada) y, en lugar de articularse de acuerdo con las áreas y disciplinas académicamente cristalizadas o con las necesidades públicas, adquiere la forma de una multitud heterogénea de proyectos de investigación vinculados a la demanda empresarial; una forma necesariamente flexible y difusa (es decir, carente de rigor científico, por no hablar del moral), porque la propia demanda empresarial depende de las variables condiciones del mercado (que nada sabe de estructuras académicas, exigencias teórico-experimentales o disciplinas especializadas, por no hablar de moral), al ritmo de cuyas urgencias y colapsos nacen y mueren (a veces con una rapidez vertiginosa) los desdichados “proyectos de investigación”, sometidos a las mutaciones dictadas desde el exterior y condenados a una caducidad acelerada, caducidad que comporta a menudo la disolución de los equipos de investigación, cada vez más constituidos por personal contratado exclusivamente para cada proyecto. En una proporción nada desdeñable, ya hace mucho tiempo que, especialmente en las áreas científico-técnicas, las universidades funcionan de facto según este paradigma empresarial, aunque como concesión se mantenga aún de iure la obsolescencia de la división en Departamentos, cátedras, facultades o secciones, una división que a duras penas puede disimular su liquidación efectiva, pues su rigidez es del todo incompatible con la penetración por todos sus poros de ese fluido indiscernible y corrosivo llamado eufemísticamente “conocimiento”. Bajo esta fachada, pues, el modelo financiero-empresarial domina las universidades públicas produciendo un efecto de privatización que va mucho más lejos que el cambio jurídico de titularidad: los síncopes y desmayos del mercado actúan aquí –a través de los flujos financieros que se inscriben o se retiran de los “proyectos” según las alzas y las bajas del interés mercantil– como los fluctuantes tipos del mibor y el euribor que hacen subir o bajar el crédito del “conocimiento” y que deciden por este medio su crecimiento, su disminución, su liquidación o su nacimiento de acuerdo con revisiones periódicas a corto plazo. Y esto nada tiene que ver con la participación del sector privado en la financiación de proyectos públicos, cuya posibilidad nadie ha excluido, ni con la homologación de títulos académicos en toda la Unión Europea, de cuyas ventajas y virtudes nadie ha dudado.

Las ciencias blandas

Es cierto que este esquema, aplicable a las llamadas ciencias duras (que por este camino tienden a perder toda su dureza y a desentenderse cada vez más de la llamada “investigación fundamental”), a las técnicas y a las ciencias sociales, no funciona exactamente igual en el terreno de las “humanidades” y las “artes”, en el cual la imposibilidad de traducir el saber en términos de rentabilidad empresarial inmediata no afecta solamente –como en las ciencias "duras" y en las "sociales"– a parcelas específicas (que es fácil considerar como áreas "a extinguir"), sino a la totalidad de su quehacer. Así que en este punto se opera con otro principio sólo en apariencia distinto del anterior, el principio de la “rentabilidad social” (y el de la consiguiente “demanda social”), un principio que no guarda parentesco alguno con las recién mencionadas necesidades de ilustración de una sociedad democrática. Aunque la expresión más cruda de este criterio se ha visto perfectamente en algunas universidades de las cuales han desaparecido todos los departamentos de literatura salvo los dedicados a lenguas “socialmente rentables” (es decir, a idiomas cuyo aprendizaje supone una habilidad demandada por los empleadores), si bien reducidos éstos exclusivamente a la enseñanza de la lectoescritura en dichas lenguas, el asunto tiene mucho más calado. En estas áreas como en las demás, la supervivencia depende de la financiación de “proyectos de investigación”, pero como en ellas las empresas privadas no están dispuestas a arriesgar un céntimo y la poética barata de la “investigación + desarrollo + innovación” se viene abajo con toda su pompa, son las instituciones oficiales las encargadas de definir las áreas prioritarias, o sea aquellas en donde los gobiernos sí están dispuestos a repartir caridades financieras con fondos públicos. El criterio para repartir o negar estas limosnas tampoco tiene en este caso nada que ver con la estructura objetiva de las filologías o las condiciones propias de la investigación historiográfica ni con sus articulaciones académico-científicas, sino únicamente con unas presuntas necesidades sociales previamente detectadas por las autoridades políticas (y a menudo más ligadas a los intereses propagandísticos de los partidos gobernantes que a las carencias reales de la ciudadanía) y con las alarmas sociales inducidas por los medios de comunicación. Lo cual significa, de entrada, la condena a la indigencia o a la desaparición (sólo frenada por el voluntarismo de los afectados) de un número importante de sectores de la investigación. Y aunque la lista de áreas prioritarias es bastante pintoresca y varía de un territorio a otro, si excluimos la ambigua categoría de “conservación del patrimonio” (cuya justificación en principio parece intachable), una prioridad se yergue destacadamente sobre todas las demás: la integración social, con especial atención a la población inmigrante.

Que ésta sea una preocupación prioritaria de las autoridades políticas es loable, pero cuando la Conferencia de Rectores de Universidades de España señala que la integración social es la gran potencialidad oculta de la universidad y su factor estelar de rentabilidad social –en las carreras de letras, se sobreentiende, pues en las de ciencias no creo que ya pueda esgrimirse esta razón para admitir a un alumno en un programa de doctorado, si aún quedan tales programas–, está confesando sin mucho disimulo que las aulas de estas facultades de artes y humanidades se van a convertir en una prolongación apenas discernible de las bulliciosas y animadísimas clases del bachillerato LOGSE-LOE, cuyos éxitos en materia de integración social son tan notorios como sus triunfos en lengua y matemáticas, con el consiguiente y elevadísimo grado de satisfacción de estudiantes, padres de alumnos y profesores. Podría perfectamente repetirse, a propósito de la nueva enseñanza universitaria, lo que en 1991 escribía Tomás Pollán acerca de la LOGSE: “busca explícitamente que no le interese (al alumnado) lo que aprende o investiga, en caso de que a alguno se le pudiese ocurrir interesarse por algo concreto. A partir de este presupuesto creo que se entiende perfectamente todo el conjunto de pesada legislación al respecto”. Y el lector comprenderá fácilmente que hablar de “investigación” en este contexto resulta, cuando menos, ridículo. ¿A qué se dedica entonces la financiación que desarrolla “proyectos de investigación” en estas áreas prioritarias? Pues, además de a la pura y dura publicidad ideológica, a la promoción de aquella materia que don Pedro Laín Entralgo intentó sin éxito introducir en los planes de estudios superiores, la cultura general, en el bien entendido de que ahora no se precisa llamarla “general” sino únicamente cultura, y de que, puesto que vivimos en sociedades multiculturales, ello supondrá la paulatina sustitución de todas las disciplinas de este sector humanitario por los “estudios culturales” (multiculturales, para ser más precisos), al modo como ya ha empezado a suceder con numerosas asignaturas de la enseñanza secundaria –precisamente la geografía, la historia, la lengua o la literatura, es decir, las “artes” y las “humanidades”–, que tienden a ser empleadas por los caudillos y caciques locales para educar a los súbditos en el patriotismo nacional o regional correspondiente.

Y ello por la pura, simple e implacable razón de que no es posible justificar una actividad en virtud de la “demanda social” que la requiere sin privarla de cualquier índole propia que pudiese tener para conseguir con ello dar a sus demandantes exactamente lo que piden, que en este caso es identidad, esa forma nueva –y sin embargo tan antigua– de pobreza que caracteriza la penuria de nuestras sociedades avanzadas y prósperas. También aquí las fluctuaciones de la demanda decidirán qué nuevas asignaturas han de nacer para alimentar a estos nuevos pobres, a cuáles hay que cortar el crédito (pues serían incapaces de devolverlo en porcentajes de rentabilidad social) y a cuáles hay que irrigarlo generosamente en forma de oleadas de “conocimiento”. Y como hace tiempo que, al menos entre nosotros, el estado de deterioro de la cultura hace que uno pueda perfectamente publicar un artículo, un libro o un suplemento cultural plagado de memeces, errores, mentiras y papanatismo y que no pase absolutamente nada (o incluso sea elevado por ello a los cielos), o bien publicar un artículo, un libro o un suplemento cultural pleno de inteligencia, aciertos, verdad y originalidad y tampoco pase absolutamente nada (o incluso sea por ello condenado a los infiernos), que uno puede lanzar al mundo un texto neofascista y ser consagrado como la quintaesencia del progresismo, llenar su bibliografía de tópicos y pasar por el colmo del refinamiento exquisito, y que también puede suceder lo contrario, porque la falta de criterio en asuntos de cultura, a fuerza de reinar entre nosotros, impera de manera absoluta e ilimitada, hay que reconocer que es difícil que alguien llegue a notar las consecuencias de este invento; y, en el caso de que tal notificación se produjese, considerando el lugar tan modesto que la cultura ocupa en nuestro país, y en comparación con parecidos grados de deterioro alcanzados en otros terrenos como la política o las finanzas, es un problema muy inferior que nadie con mando en plaza tiene en su agenda.

Uno de los grandes propagandistas de la “sociedad del conocimiento”, Anhony Giddens, afirmaba no hace mucho (“Mejorar las universidades europeas”, El País de 10 de Abril de 2006) que “en las actuales economías avanzadas, más del 80% de la mano de obra trabaja en los sectores de producción de conocimientos”. Obviamente, no quería decir con ello que ese porcentaje de los empleados esté constituido por científicos o por lo que aún hoy llamaríamos licenciados, doctores o titulados superiores; más bien indicaba el doble fenómeno de una depreciación real del conocimiento –gracias al prestigio de la informática se ha pasado a llamar “conocimiento” a lo que antes sólo podría haberse considerado trabajo manual o rutina administrativa– y de un alza puramente nominal (eufemística) en la designación de la actividad a la que se dedica el proletariado de nuestro tiempo. Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta situación supone el ocaso de la mano de obra no cualificada y el advenimiento de una clase trabajadora con conocimientos “superiores”. Que se exija la descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes científicos que antes configuraban la enseñanza superior en las competencias requeridas en cada caso por el mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a proseguir esta “educación superior” a lo largo de toda su vida laboral (lifelong education), es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de “conocimiento”) completamente descualificada necesita una permanente recualificación, y sólo ella es apta –es decir, lo suficientemente inepta– para recibirla. Y nada tiene que ver esta recualificación permanente con la necesaria actualización científica de las disciplinas, pues este conocimiento es solamente un flujo descualificado (y su apología trata solamente de eso, de que fluya sin barreras ni cortapisas de “especialidades” o de organización disciplinar, es decir, sin apego a cualidad alguna) en el que vienen a disolverse como en una caldera todas las ciencias y todos los saberes más o menos sistemáticos impartidos en las universidades y en las escuelas y hoy desarbolados y como estallados en “competencias” y “habilidades” que campan libremente y sin constricción alguna que no sea la de la medida de su valor en “créditos”, como lo certifica el hecho de que el organismo estatal encargado de administrar la instrucción pública en el país en donde profesa Giddens dejase de llamarse “Ministerio de Educación y Ciencia” para denominarse “Ministerio de Educación y Habilidades (skills)”.

Acaso por ello Giddens llama sintomáticamente a la nueva enseñanza universitaria “educación post-secundiaria”, es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media: como confiesa él mismo, “muchos [profesores jóvenes] se sienten hoy atraídos por trabajos –como los de la industria y de la banca– que en mi generación (con nuestros esnobismos) ni siquiera nos habríamos planteado”, lo que es un modo de admitir que no es la súbita desaparición del “esnobismo juvenil” lo que ha despojado a la enseñanza superior de su atractivo frente a la industria y la banca, sino que más bien es tal “esnobismo” (es decir, la superioridad de la enseñanza superior y la autonomía e independencia de criterio de las universidades) el que no ha tenido más remedio que volatilizarse en la medida en que el profesorado universitario se ha convertido en un subsector de la “producción de conocimientos” para la industria y la banca. La reciente separación administrativa española de las Universidades (o sea, la investigación y el desarrollo, una cosa retóricamente mucho más moderna) y la Educación (una cosa nada empresarial y objetivamente mucho más cutre), si bien tiene la virtud de dejar al descubierto la intención de poner la universidad al servicio de la empresa y de poner a la educación en su sitio, que son las redes de beneficencia para la ciudadanía desintegrada, y la de completar la destrucción definitiva de la figura del profesor de universidad pública (pues una enseñanza desconectada de la investigación sólo puede ser calderilla ideológica, y una investigación que no se transmite en la enseñanza sino que se aplica a la industria no es investigación científica, es tecnología mercantil), no debe ocultarnos que se trata de uno sólo y el mismo conocimiento a ambos lados de la barrera. Cuando en la recién reconquistada democracia se puso en marcha en España una “Ley de autonomía universitaria”, la autonomía en cuestión se decía tal con respecto al control político ejercido sobre la universidad desde el gobierno durante el anterior régimen totalitario; ahora, la “independencia” de la universidad no sólo se piensa únicamente como independencia económica, sino que ésta, a su vez, es concebida en términos empresariales de vinculación al modelo del beneficio privado.

Bendita descualificación

Era, pues, una simple cuestión de tiempo que los créditos estudiantiles se realizasen efectivamente en el mercado financiero convirtiéndose en préstamos al alumnado que éste deberá devolver a un tipo de interés variable cuando el mero conocimiento así adquirido se convierta en mero trabajo y, por tanto, en puro dinero, desplazando a las viejas y obsoletas becas, ligadas a criterios tan poco cuantificables como el mérito, el esfuerzo o la calidad del trabajo intelectual. En ese momento descubrirán los estudiantes cuál es el valor real de lo que han estudiado; y los que se hayan equivocado en su elección pagarán su error al verse lastrados por una deuda de larga duración y de alto interés en comparación con sus salarios. Esta operación se ha consumado al tiempo que los créditos han adoptado un apellido que ha vuelto a aumentar su prestigio y han pasado a llamarse créditos europeos (palabra que, debido a los años de autarquía franquista, conserva en nuestro país una reputación comparable a la que el adjetivo americano añadía en las décadas de 1940 y 1950 a todo lo inequívocamente moderno, ya se tratase de chaquetas, de barreños de plástico o de trituradores de basura), que cuentan las horas efectivas de trabajo de los estudiantes, pues los expertos están convencidos de que los profesores, demasiado distraídos por sus propias labores de investigación, no vigilan con el debido denuedo a sus pupilos, y estos se escaquean ladinamente, con el consiguiente despilfarro de unos dineros cuya dilapidación podía consentirse mientras eran públicos, pero que ahora que son privados hay que contabilizar y aquilatar al céntimo (y, por lo tanto, al segundo de trabajo). Puesto que ahora –ahora que Educación y Universidad operan en frentes separados– quienes enseñen ya no tendrán que investigar, no habrá motivo para que se distraigan y podrán dedicar todo su tiempo a tutorizar a sus alumnos (en línea con la exaltación de la figura del tutor que denostó la Ilustración, restauró la LOGSE y consagró la LOE).

Muchos recordarán cómo, precisamente debido a que el trabajo había unido su destino al del dinero y se había elevado por encima de cualquier determinación o contenido, la llegada de la actual y divertida época de los tipos de cambio fluctuantes y de las operaciones financieras a corto plazo y de alto riesgo –con inmensos beneficios y bancarrotas sangrantes– se encargó de convertir en un sueño la sola idea de “empleo estable” (una reivindicación histórica de las clases trabajadoras conquistada y consagrada en los países desarrollados tras la segunda guerra mundial) y de carrera laboral o profesional progresiva y acumulativa, en beneficio de lo que la termodinámica llama “una sucesión de inestabilidades y de fluctuaciones amplificadas”. Y en cuanto el propio “conocimiento” se adhirió a ese mismo destino, un proceso idéntico ha terminado por laminar la noción de carrera escolar o universitaria –con lo que esta idea tenía de trayecto finito (con un comienzo y un final) jalonado por escalones de mérito acumulativo– en beneficio de los nuevos perfiles académicos de alta indefinición, caracterizados únicamente por un número de créditos de la nueva gelatina untuosa, el “conocimiento”, que se pueden combinar, alargar o reducir según las fluidas y rápidamente cambiantes condiciones del mercado. Pues ésta es precisamente la cuestión: mientras que las grandes crisis económicas del pasado se caracterizaron por una devaluación tan acelerada del dinero que todos los agentes económicos se apresuraban a cambiarlo por alimentos o por cualquier otra mercancía antes de que sufriese una nueva depreciación, en nuestro tiempo de globalización financiera ocurre exactamente al revés: el dinero es lo único que vale y que sube de precio, y por ello es preciso desprenderse de cualesquiera bienes y cambiarlos por dinero, simple dinero, cuanto más virtual, crediticio y ficticio, cuanto más inmaterial y prospectivo mejor. En la medida en que el mercado de trabajo sigue de cerca las transformaciones del mercado del dinero, sucede en él lo mismo: si antiguamente tener una profesión bien definida o un oficio bien aprendido era una ventaja selectiva para obtener un buen empleo, actualmente ocurre que, dado que las empresas están obligadas –por las cambiantes condiciones del mercado (perdonen por la reiteración, pero es algo que es preciso recordar hora tras hora, hasta que terminemos por considerarlo como una evidencia inamovible y quede grabado en nuestras almas como un dogma)– a quebrar, remodelarse, reconfigurarse, redimensionarse, externalizarse, emigrar o cambiar de sector continuamente, un empleado fijado a un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí mismo; y la habilidad verdaderamente competitiva en nuestro tiempo es la labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el “conocimiento” que de esta manera se busca y se aprecia sea exactamente conocimiento de nada (de nada en particular y de todo en general), un fluido amorfo capaz de adaptarse a cualquier molde y de modularse según las –recuerden– variabilísimas condiciones del mercado.

De tal manera que, con la misma velocidad con que aquel tendero moscovita se afanaba en cambiar por queso los fajos de billetes con que le pagaban sus clientes para evitar que la inflación galopante convirtiese sus ganancias en calderilla en un santiamén, se afanan hoy los empleados del mercado de trabajo flexible en perder el lastre de las cualificaciones laborales y profesionales que pudieran haber aprendido –que resultan desventajas selectivas en la lucha por la supervivencia en el mercado de trabajo– y en cambiarlas por ese tipo de descualificación fluctuante e inestable que evitará que se conviertan en clases pasivas, prejubilados, desempleados estables, carne de beneficencia, carga social y obstáculo para el progreso y el crecimiento económico; es decir, se afanan en cambiarlas por “conocimiento”. Al proporcionarles esta descualificación de forma permanente, las universidades evitarán la necesidad de que exista un Estado social de Derecho, pues una de sus principales justificaciones es precisamente la de proteger a los menos favorecidos contra los giros inesperados de la fortuna, es decir, contra las crisis económicas y contra –llevo ya un rato sin decirlo– las cambiantes condiciones del mercado. Son estas condiciones las que harán que los empleables necesiten de tanto en tanto volver a pedir un “préstamo de conocimiento” para readaptarse a la situación, con lo cual, si bien la nueva materia prima –el conocimiento flexible– puede aparecer como carente de calidad (pues, en efecto, cualquier cualidad que se le quiera imponer resbalará sobre su escurridiza piel como el lápiz de quien pretende escribir en el agua), lleva sin embargo en su frente la marca fundamental del prestigio contemporáneo: la carestía, pues su precio (no susceptible de ser fijado en una cantidad numérica exacta) es tan alto que nunca terminará de pagarse por él.

Por la misma razón, del otro lado de la tarima, las carreras académicas del profesorado público comienzan a no estar ya definidas por una trayectoria ascendente articulada en etapas consecutivas, sino simple-mente vinculadas al reciclaje (definido en términos de habilidades elementales para la integración social en el caso de la enseñanza primaria y secundaria y de las carreras de letras) o a los “proyectos de investigación” (para el caso de la enseñanza superior, sobre todo en el área científico-técnica), en donde “investigación” no designa ya una tarea ligada a la estructura científica de las disciplinas constituidas como saberes superiores, sino el desarrollo de “conocimiento” (sin apellidos) susceptible de ser aplicado inmediatamente a las demandas empresariales y de antemano financiado por dichas empresas para asegurar su convertibilidad en destrezas fácilmente desechables. Nótese, por tanto, que las consignas frecuentemente aducidas para justificar este estado de cosas, tales como la indispensable conexión entre la universidad y la sociedad civil (fórmula en la cual la “sociedad civil” designa sencillamente el tejido empresarial) o la necesaria rendición de cuentas de la universidad a la sociedad (con el mismo sentido) no remiten al piadoso deseo de los legisladores de salvar a los futuros trabajadores del fantasma siempre amenazador del desempleo, sino al hecho de que, en este sistema, la universidad sólo puede “funcionar” si se encuentra por principio rendida a las necesidades “sociales” de riqueza empresarial y de pobreza identitaria, de tal manera que dicha rendición no es un objetivo político a medio plazo, sino una condición estructural de la propia “sociedad del conocimiento”. Más que a la finalidad de asegurar un empleo estable –expresión obsoleta y desacreditada– a sus clientes, este régimen se dirige hacia la meta de difuminar la distinción entre empleo y desempleo, fomentando una situación borrosa de empleo–inestable-permanente-sucesivo o de desempleoestable-de-por-vida (que mitigará la obligación estatal de atender los gravosos subsidios de desempleo y los atávicos sistemas de pensiones) que habría que calificar mejor como “post-desempleo”, “neo-desempleo”, “micro-desempleo”, “empleo rápido” o “empleo-basura”. Quienes tantas veces hemos protestado contra el horrible símil deportivo-militar de las “carreras” universitarias o docentes, jalonadas por obstáculos-batallas que había que superar con enormes dosis de esfuerzo y preparación (los exámenes y las oposiciones), tenemos así nuestro merecido escarmiento en la “sociedad del conocimiento”, que nos muestra un día sí y otro también que el desbaratamiento de semejantes “carreras” lleva aparejado un infierno de la fluidez que convertirá en ridículo y doméstico aquel otro tormento de la rigidez y la severidad académica que tanto criticábamos.

Pues si hay un punto en el cual la enseñanza (tanto la inferior como la superior) se mantiene en una splendid isolation con respecto a la sociedad, consiste precisamente en la ignorancia en la que ésta vive con respecto a los nuevos métodos que se vienen imponiendo para garantizar la calidad de la docencia y de la investigación. Los que se suelen considerar como los “males endémicos” de los funcionarios docentes e investigadores, y que por otra parte no son distintos de los que pudieran detectarse en cualquier otro sector de la administración –la holgazanería burocratizada, el fomento de la mediocridad y el apoltronamiento, y la proliferación de reinos de taifas corporativos– se utilizan habitualmente como punta de lanza para atacar a la “universidad tradicional” y defender “la sociedad del conocimiento”. Pero el público debe saber que los mayoristas de la mentada sociedad no han presentado ninguna estrategia para curar tales enfermedades; y que estas son perfectamente compatibles con el nuevo modelo empresarial-asistencial, que incluso puede multiplicarlas y encubrirlas con nuevos oropeles. Por ejemplo, la tan cacareada “calidad” que viene asociada a la sociedad del conocimiento tiende a reducirse, en el caso de las enseñanzas medias (aunque lo mismo ocurre en buena parte de los títulos universitarios de letras), al reciclaje de la “fuerza de conocimiento” en una colección de dudosos cursillos de informática, dinámica de grupos y seudo-actualización que no son planificados ni impartidos desde las universidades (en donde se supone que debería residir el criterio científico para semejante actualización) sino desde los propios centros de secundaria – en los cuales los profesores socializan de esta manera sus posibles o reales ignorancias y se las transmiten recíprocamente en un ciclo sin fin–, y que sólo subsisten debido a que una parte del salario que cobra el profesorado depende directamente de la acreditación de su asistencia a tales cursillos. Y, en cuanto a la “calidad de la investigación” universitaria, ésta se ha “externalizado” y puesto en manos de una serie de agencias públicas o privadas que, una vez más, no utilizan en sus procedimientos de evaluación las articulaciones científicas de las diferentes disciplinas, sino una táctica directamente calcada del mercado cultural: así como en este último, según es de sobra sabido, la “calidad” de una novela, una obra plástica o un ensayo no se mide de acuerdo con el valor de su contenido, sino por el número de veces que su título, su portada o su imagen aparece en los medios de difusión encargados de registrar su impacto, abstracción hecha de cualquier cosa relativa a su realidad intelectual o artística, así también la calidad de la investigación superior se evalúa sin necesidad de tomar en cuenta el contenido de los libros, artículos o ponencias publicados por los investigadores (pues éstos no han de presentar a estos concursos nada más que la primera y la última página de sus trabajos en el mejor de los casos, y en la mayoría basta con la referencia bibliográfica), sino únicamente el número de impactos (es decir, de veces que ha aparecido su título) en ciertas revistas especializadas en la catalogación de estos índices de impacto, revistas que, por supuesto, deben su existencia únicamente a la competición establecida entre los sufridos investigadores (que a menudo se traduce en pagos en dinero o en especie a esas revistas a cambio de la publicación de trabajos) para que sus artículos aparezcan en ellas, pues de estas apariciones depende una parte significativa de su retribución anual.

Pedagogía perversa

Con todo, a quienes llevamos toda nuestra vida en el mercado laboral no nos resulta nada extraño este tipo de humillación que consiste en que, de cuando en cuando, llega a la empresa o la institución en la que trabajamos un jefe de personal más o menos mentecato y decreta que las condiciones económicas se han endurecido, que la labor que realizábamos hasta ese momento ha dejado de ser rentable y que hemos de aceptar con resignación nuestro despido, acostumbrarnos a cobrar menos, a trabajar peor o a hacer cosas aún más vergonzosas para poder seguir ganándonos la vida. Si alguien se hubiera limitado a decirnos que los institutos de bachillerato o las universidades son demasiado caros, que la ilustración como instrumento de emancipación y de justicia social ya no resulta rentable y que hay que acometer su reconversión para transformar los antiguos establecimientos de enseñanza y de investigación en modernas expendedurías de “conocimiento-rápido” o “conocimiento-basura” al estilo de las empresas de trabajo temporal y precario, esto nos habría resultado muy penoso desde el punto de vista profesional y personal, pero también muy conocido si tenemos alguna experiencia y alguna memoria de clase trabajadora. Lo verdaderamente deshonroso es que esta humillación se ha envuelto en los ropajes de una “revolución del conocimiento” sin precedentes que llevará a nuestros países a alcanzar altas cotas de progreso y puestos de cabeza en el hit parade internacional de la innovación científica. En El País del 22 de Abril de 2006 (“Juan Pablo II”), Rafael Sánchez Ferlosio recordaba una vez más que “la apología positiva del ‘trabajo’ en sí mismo y por sí mismo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo –sin determinación de contenido– como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para obreros”. Nosotros tendríamos ahora que decir que “la apología positiva del ‘conocimiento’ en sí mismo y por sí mismo” surgió con la derecha ultraliberal y su necesidad de empleados inestables, y fue enseguida recogida sin rechistar por la izquierda aerodinámica; y que “la exaltación del conocimiento –sin determinación de contenido– como virtud moral” se ha desarrollado al modo de “la más perversa pedagogía” para obreros del saber descualificado.

La “perversión” ha resultado en este caso muy fácil de imponer: sin duda, debió hacer falta dar un gran giro teológico para mudar la naturaleza del trabajo desde su originaria condición de castigo divino a la de vía regia para la redención, la salvación e incluso la revolución, mientras que resulta casi imposible señalar un solo signo de resistencia frente a la monumental sandez, hoy aceptada como dogma, de que el dominio universal de la comunicación social por parte de las empresas privadas del sector de las nuevas tecnologías (completamente imposible de someter a cualquier instancia jurídica, política, científica o de cualquier orden ajeno a la lógica del propio mercado) es un salto cualitativo en la evolución cultural de la especie; de que las descargas de pornografía por Internet, la exaltación ilimitada del yo mediante la página web y el blog o la transmisión de mensajes mediante teléfonos móviles representan una opinión pública mundial que amplía y profundiza la democracia hasta niveles nunca conocidos; o de que el floreciente negocio que para los fabricantes de hardware y de software ha supuesto el imperativo indiscutido de colonizar todas las instituciones educativas con sus productos (productos que no dejan de ser “contenedores” que nada dicen acerca de la calidad de lo contenido en ellos o de su capacidad para contener los saberes que suponemos propios de tales instituciones), identificando sin el menor esfuerzo argumental la ciencia con la instalación de ordenadores y de banda ancha, portátiles, wi-fi y cañones de proyección para power point –perfectamente compatibles, por lo que sabemos, con la más completa ignorancia y la estupidez más generalizada, además de con la cruda maldad–, es una garantía del acceso mundial a la verdad. Este “conocimiento” no puede ser otra cosa más que ese flujo continuo y uniforme de contenidos indiferentes producidos exclusivamente como relleno superfluo y siempre sustituible para empastar tan ilimitadamente vacíos y tecnológicamente deslumbrantes envases.

Así pues, no es casualidad que en España la reforma universitaria que –para curar a nuestros estudiantes del defecto que hoy les impide insertarse en el mercado laboral, la sobrecualificación (ya nos parecía a todos que los chicos salían demasiado preparados de las universidades y que por eso tardaban tanto en encontrar trabajo)– reducirá la mayor parte de las antiguas licenciaturas de cinco años a grados de tres años efectivos de docencia no especializada (o sea, de “conocimiento” a granel) se haya visto rematada por el Anexo a la Orden ECI/3858/2007 de 27 de diciembre (BOE, 29-XII-2007), que establece los estudios que debe cursar quien quiera ser profesor de enseñanza secundaria y bachillerato. Uno –conservando una ingenuidad casi kafkiana– podría haber esperado que, conscientes de la rebaja de la formación académico-científica que supone la mencionada reducción de los estudios de grado, las autoridades educativas considerasen necesaria una formación ulterior en forma de master especializado en la materia que el futuro profesor habrá de impartir en la enseñanza media. Pues bien: no solamente esto no es así, sino que lo que se exige al profesor de secundaria para llegar a serlo es... ¡un master de contenido psicopedagógico!

La sustitución de la formación académico-científica por la “psicopedagogía perversa” es un ataque al principio de igualdad de oportunidades (pues el Estado renuncia expresamente a ofrecer a todos los ciudadanos la mejor instrucción posible), un falso diagnóstico de los problemas del sistema educativo (cuya índole política, social y económica no solucionará esta hipertrofia del malhadado “Certificado de Aptitud Pedagógica”, cuyo escandaloso fracaso es conocido por todos los enseñantes), y una condena a muerte de las posibilidades de las facultades de artes y humanidades (para cuyos graduados la enseñanza secundaria es la principal salida profesional). Imaginen el caso de un estudiante que se gradúa en una materia humanística según el nuevo sistema, en el cual se le abren dos posibilidades. Una: si quiere completar su formación hasta el punto que suponían los cinco años de la antigua licenciatura, tendrá que matricularse en un master de estudios avanzados en su disciplina, pues sólo esta preparación le capacitará para entrar en un programa de doctorado con posibilidades de realizar una investigación de calidad científica; pero si opta por esta vía, se cerrará toda salida profesional (pues estos estudios no habilitan para ser profesor de bachillerato), y por tanto se trata de una vía reservada a aquellos pocos cuyas posibilidades económicas les permitan posponer para más adelante la penosa obligación de buscar trabajo; Dos: si necesita trabajar, tendrá que matricularse en el master psicopedagógico, único que le permitirá aspirar a un puesto de profesor de secundaria, y que al carecer casi por completo de contenido científico relativo a su disciplina, además de hacerle más ignorante le facultará para transmitir esa ignorancia a los estudiantes de bachillerato, tan necesitados de ella; y esa elección le apartará de la posibilidad de adquirir las competencias necesarias para la investigación en su materia. Y como no hay que ser un genio de la prospectiva para adivinar que la mayoría de los estudiantes, presionados por la necesidad de encontrar un empleo, se verán obligados a elegir esta segunda opción, no solamente quedará garantizada la rebaja de la calidad de la enseñanza media en esa disciplina, sino también abortada la posibilidad de impartir cursos avanzados de la misma, pues la clientela potencial de los mismos se verá forzosamente y en su generalidad orientada hacia la psicopedagogía perversa de los nuevos obreros del “conocimiento” si es que quiere sobrevivir.

He aquí la “perversa pedagogía” para obreros del conocimiento, de la cual Tomás Pollán decía lo siguiente en el artículo antes citado:

“si de lo que se trata es de que a nadie le interese en cuanto tal nada de lo que aprende o investiga, es natural que en esas condiciones nazca, como en la tierra más apta para su monstruoso crecimiento, el temible y numerosísimo batallón estatal de pedagogos y psicólogos, cuyo objetivo es conseguir que los estudiantes se interesen, por razones extrínsecas, por lo que en sí mismo no les interesa. Por eso, como el contenido mismo no interesa, la tarea del pedagogo-psicólogo es motivar o –por utilizar otra expresión horrorosa– incentivar para que el joven compita con sus compañeros en el aprendizaje de lo que no le importa”.

No es, por tanto, que los legisladores hayan reparado súbitamente en que los discentes tienen psiquismo y en que éste necesita ser incentivado y motivado, sino que es la expulsión del campo de la enseñanza de todo contenido científico determinado (en beneficio, eso sí, de un continente tecnológicamente rutilante) lo que ha obligado a rellenar ese vacío con contenidos educativos y a sustituir al profesor por el educador, es decir, por la nodriza (educatrix) y el “conductor” (Duce, führer, leader, caudillo, tutor: aquel de quien la Ilustración se proponía liberarnos) empresarial, moral, religioso o ideológico. ¿Quién puede extrañarse de que, en estas condiciones, la principal disputa sociopolítica que atraviesa y desgarra la enseñanza española no tenga la menor relación con las graves deficiencias y enormes problemas que realmente la aquejan, sino con una asignatura maría con un peso casi nulo en el curriculum y con la cuestión de la religión y el adoctrinamiento?

El descrédito

Lástima que toda esta gran revolución del conocimiento, envuelta en la retórica del crédito y en la simulación del sistema financiero, esté llegando entre nosotros a su culminación precisamente en el momento en el cual la crisis de las “hipotecas-basura” ha desacreditado ese sistema y ha apagado el brillo de dicha retórica, cambiando su anterior signo positivo por la galaxia semántica de la estrechez y la inopia de quienes son incapaces de liquidar su deuda con el banco y pierden su casa debido al ascenso de los tipos de interés. Casi se puede ver, a través de esta triste figura, el amargo porvenir de un sistema de enseñanza superior cuyos usuarios (pletóricos todos ellos de créditos docentes y discentes y de proyectos de investigación e impactos), ante la imposibilidad de reembolsar a la “sociedad” la inversión que ésta ha hecho en ellos y de ofrecerle rentabilidad económica y política suficiente, tendrán que declararse insolventes y ceder su casa –la universidad en quiebra– a sus acreedores, para que éstos puedan al menos obtener un resarcimiento simbólico subastándola en el mercado del conocimiento. Considerando lo difícil que va a resultar embellecer este siniestro panorama, puede afirmarse que al menos a los poetas del crédito cognitivo les esperan días gloriosos de pleno empleo. 

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