Reproducimos
íntegramente un texto escrito por José Luis Pardo, en el que nos ofrece un
análisis exhaustivo de las progresivas reformas que han tenido y están teniendo
lugar en las Universidades Públicas, las posibles motivaciones de dichos
cambios en los modelos educativos y sus inevitables consecuencias en un futuro
no tan lejano. Creemos que es una aproximación muy acertada a las interminables
revisiones en la educación universitaria, basadas en la manipulación del
conocimiento humano en pro de un beneficio empresarial y económico y en
detrimento de la formación de personas.
Un texto que
sirve como introducción perfecta para otros análisis y valoraciones que puedan
realizarse sobre esta serie progresiva de perversas reformas que nos han
llevado al inevitable e inminente Proceso de Bolonia.
Jose Luis Pardo
es profesor titular de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Autor
de "La regla del juego", "Sobre la dificultad de aprender
filosofía" y "Esto no es música. Introducción al malestar en la
cultura de masas".
“En
Moscú, hubo una época en que el deseo de no conservar moneda alguna, ni
siquiera durante un período mínimo de tiempo, alcanzó una intensidad increíble.
Si un tendero vendía una libra de queso, tomaba los rublos que acababa de
recibir y corría al Mercado Central tan rápido como le permitían sus pies para
reconstituir su stock cambiando sus rublos por queso, si es que le daba tiempo
a llegar antes de que hubiesen perdido su valor”. (John Maynard Keynes)
De un modo
semejante, al introducir en el orden del saber el aparato bancario de medida,
como por arte de magia se tornaron equivalentes dominios que antes no parecían
poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la biología molecular,
pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se dejaban traducir a
un número de créditos, es decir, de horas contantes y sonantes y, por tanto, de
dinero por unidad de tiempo: había nacido el “conocimiento en general”, sin
distinción de contenidos, y por ello se impuso – no sólo sin resistencia
alguna, sino con manifiesto entusiasmo a izquierda y derecha– el eslogan de la
sociedad del conocimiento, otra idea completamente revolucionaria que arrasa
toda la arquitectura del saber cualificado y organizado en disciplinas y
especialidades, en beneficio de lo que no sería exagerado llamar “una gelatina
de conocimiento humano indiferenciado”, de tal manera que podría traducirse en
estos términos el “progreso” alabado por Marx: “La indiferencia respecto del
conocimiento determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los
individuos pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en donde el
género determinado del conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es
indiferente”.
La
investigación licuefacta
La rigidez
propia de la tarea científica –lo que se suele denominar rigor– depende en lo
esencial de una distribución de áreas, disciplinas y especialidades que, al
menos desde que Aristóteles acuñase la expresión “ciencia teórica” (referida a
la Física y a la Matemática), no debe su organigrama ni su estructura a las
veleidades más o menos variables de la imaginación subjetiva de los científicos,
ni siquiera a los diferentes propósitos que se pretendan lograr mediante la
investigación, sino a la cosa misma de la cual se trata en cada una de las
ciencias, que es la que verdaderamente ordena y organiza el conocimiento en
segmentos catalogados y labores específicas. El carácter acumulativo de la
investigación así diseñada no impide, naturalmente, que en función de los
avances y descubrimientos (y, por tanto, una vez más en función de la cosa
misma de la cual se trata en cada caso) se produzcan correcciones e
innovaciones que afectan a la propia estructuración del saber, tanto en sus
aspectos teóricos como en los empíricos, y esta estructura, junto con sus
cambios y modificaciones históricas, es la que se refleja en la distribución de
las facultades en las Ciudades Universitarias públicas desde el siglo XVIII,
así como en los Departamentos constituidos en cada una de ellas. Aunque las
realizaciones materiales siempre son deficitarias con respecto a los esquemas
ideales, este es sin duda el modelo de organización social del conocimiento
científico que Europa siguió y extendió desde los tiempos de la Ilustración.
Como tantas otras cosas, la investigación científica necesita dinero, y el
carácter eminentemente público de la investigación en las sociedades ilustradas
y democráticas exige que el Estado dedique una porción del contenido de sus
arcas a sufragar esa tarea, dejando a los científicos e investigadores la labor
de distribuir esa cantidad grande o pequeña en función de las necesidades de la
propia ciencia en cada momento y, sin duda alguna, también en función de la
necesidad de saberes cualificados y profesionales experimentada por la propia
sociedad.
Y la relación de
este modelo con la Ilustración no es en absoluto contingente: la ilustración es
un combate contra la ignorancia y la superstición, que concibe el saber como un
instrumento de emancipación de toda clase de “tutores” deseosos de impedir a
los hombres pensar por sí mismos; por tanto, no puede abrirse camino si no es
invocando una fuerza superior a la de las cadenas que ligan a los hombres a sus
prejuicios, que no son solamente las cadenas con que los amos pretenden sujetar
al pueblo –como decía Spinoza, igual que se sujeta a un caballo con ayuda del
freno–, sino también las de la minoría de edad culpable a la que se refería
Kant, es decir, las de la voluntad de servidumbre que prefiere obedecer y
obtener a cambio seguridades y bienestar –aunque se trate de seguridades
ilusorias y de bienestar pasajero– mejor que atreverse a saber, puesto que la
verdad no suele ser demasiado complaciente con las expectativas de los hombres.
Esta “fuerza superior” no es más que el poder público de la verdad, es decir,
el modo como en verdad son las cosas, modo que se resiste obstinadamente a la
voluntad de los tiranos tanto como a la de los siervos, a menudo dispuestos
unos y otros a conformarse con una mentira conveniente. Sin contar con esta
“fuerza”, la ilustración del género humano pierde su principal apoyo y corre el
peligro de reducirse a una contienda desnuda por el poder, y por eso es
decisivo garantizar la igualdad del derecho de todos los ciudadanos a la mejor
instrucción pública posible, ya que si esto no elimina por sí solo las
desigualdades socioeconómicas, es el medio más seguro de contrarrestar sus
consecuencias políticas.
Ahora bien, en
la “sociedad del conocimiento” –que, como el lector puede suponer, es una
invención mucho menos reciente que esta etiqueta que ahora lleva– el saber ve
amenazado su rigor: en vez de ligarse ante todo, en su planteamiento y en su
desarrollo, a la recién mencionada estructura de las ciencias y a sus
concreciones académicas, así como a la necesidad de ilustración de una sociedad
democrática, la investigación empieza a depender en mayor o en menor medida de
la obtención de financiación preferiblemente externa (externa al sector
público, es decir, privada) y, en lugar de articularse de acuerdo con las áreas
y disciplinas académicamente cristalizadas o con las necesidades públicas,
adquiere la forma de una multitud heterogénea de proyectos de investigación
vinculados a la demanda empresarial; una forma necesariamente flexible y difusa
(es decir, carente de rigor científico, por no hablar del moral), porque la
propia demanda empresarial depende de las variables condiciones del mercado
(que nada sabe de estructuras académicas, exigencias teórico-experimentales o
disciplinas especializadas, por no hablar de moral), al ritmo de cuyas
urgencias y colapsos nacen y mueren (a veces con una rapidez vertiginosa) los
desdichados “proyectos de investigación”, sometidos a las mutaciones dictadas
desde el exterior y condenados a una caducidad acelerada, caducidad que
comporta a menudo la disolución de los equipos de investigación, cada vez más
constituidos por personal contratado exclusivamente para cada proyecto. En una
proporción nada desdeñable, ya hace mucho tiempo que, especialmente en las
áreas científico-técnicas, las universidades funcionan de facto según este
paradigma empresarial, aunque como concesión se mantenga aún de iure la
obsolescencia de la división en Departamentos, cátedras, facultades o
secciones, una división que a duras penas puede disimular su liquidación
efectiva, pues su rigidez es del todo incompatible con la penetración por todos
sus poros de ese fluido indiscernible y corrosivo llamado eufemísticamente
“conocimiento”. Bajo esta fachada, pues, el modelo financiero-empresarial
domina las universidades públicas produciendo un efecto de privatización que va
mucho más lejos que el cambio jurídico de titularidad: los síncopes y desmayos
del mercado actúan aquí –a través de los flujos financieros que se inscriben o
se retiran de los “proyectos” según las alzas y las bajas del interés
mercantil– como los fluctuantes tipos del mibor y el euribor que hacen subir o
bajar el crédito del “conocimiento” y que deciden por este medio su
crecimiento, su disminución, su liquidación o su nacimiento de acuerdo con
revisiones periódicas a corto plazo. Y esto nada tiene que ver con la
participación del sector privado en la financiación de proyectos públicos, cuya
posibilidad nadie ha excluido, ni con la homologación de títulos académicos en
toda la Unión Europea, de cuyas ventajas y virtudes nadie ha dudado.
Las
ciencias blandas
Es cierto que este esquema, aplicable
a las llamadas ciencias duras (que por este camino tienden a perder toda su
dureza y a desentenderse cada vez más de la llamada “investigación
fundamental”), a las técnicas y a las ciencias sociales, no funciona
exactamente igual en el terreno de las “humanidades” y las “artes”, en el cual
la imposibilidad de traducir el saber en términos de rentabilidad empresarial
inmediata no afecta solamente –como en las ciencias "duras" y en las
"sociales"– a parcelas específicas (que es fácil considerar como áreas
"a extinguir"), sino a la totalidad de su quehacer. Así que en este
punto se opera con otro principio sólo en apariencia distinto del anterior, el
principio de la “rentabilidad social” (y el de la consiguiente “demanda
social”), un principio que no guarda parentesco alguno con las recién
mencionadas necesidades de ilustración de una sociedad democrática. Aunque la
expresión más cruda de este criterio se ha visto perfectamente en algunas
universidades de las cuales han desaparecido todos los departamentos de
literatura salvo los dedicados a lenguas “socialmente rentables” (es decir, a
idiomas cuyo aprendizaje supone una habilidad demandada por los empleadores),
si bien reducidos éstos exclusivamente a la enseñanza de la lectoescritura en
dichas lenguas, el asunto tiene mucho más calado. En estas áreas como en las
demás, la supervivencia depende de la financiación de “proyectos de
investigación”, pero como en ellas las empresas privadas no están dispuestas a
arriesgar un céntimo y la poética barata de la “investigación + desarrollo +
innovación” se viene abajo con toda su pompa, son las instituciones oficiales
las encargadas de definir las áreas prioritarias, o sea aquellas en donde los
gobiernos sí están dispuestos a repartir caridades financieras con fondos
públicos. El criterio para repartir o negar estas limosnas tampoco tiene en
este caso nada que ver con la estructura objetiva de las filologías o las
condiciones propias de la investigación historiográfica ni con sus
articulaciones académico-científicas, sino únicamente con unas presuntas
necesidades sociales previamente detectadas por las autoridades políticas (y a
menudo más ligadas a los intereses propagandísticos de los partidos gobernantes
que a las carencias reales de la ciudadanía) y con las alarmas sociales
inducidas por los medios de comunicación. Lo cual significa, de entrada, la
condena a la indigencia o a la desaparición (sólo frenada por el voluntarismo
de los afectados) de un número importante de sectores de la investigación. Y
aunque la lista de áreas prioritarias es bastante pintoresca y varía de un
territorio a otro, si excluimos la ambigua categoría de “conservación del
patrimonio” (cuya justificación en principio parece intachable), una prioridad
se yergue destacadamente sobre todas las demás: la integración social, con
especial atención a la población inmigrante.
Que ésta sea una
preocupación prioritaria de las autoridades políticas es loable, pero cuando la
Conferencia de Rectores de Universidades de España señala que la integración
social es la gran potencialidad oculta de la universidad y su factor estelar de
rentabilidad social –en las carreras de letras, se sobreentiende, pues en las
de ciencias no creo que ya pueda esgrimirse esta razón para admitir a un alumno
en un programa de doctorado, si aún quedan tales programas–, está confesando
sin mucho disimulo que las aulas de estas facultades de artes y humanidades se
van a convertir en una prolongación apenas discernible de las bulliciosas y
animadísimas clases del bachillerato LOGSE-LOE, cuyos éxitos en materia de
integración social son tan notorios como sus triunfos en lengua y matemáticas,
con el consiguiente y elevadísimo grado de satisfacción de estudiantes, padres
de alumnos y profesores. Podría perfectamente repetirse, a propósito de la
nueva enseñanza universitaria, lo que en 1991 escribía Tomás Pollán acerca de
la LOGSE: “busca explícitamente que no le interese (al alumnado) lo que aprende
o investiga, en caso de que a alguno se le pudiese ocurrir interesarse por algo
concreto. A partir de este presupuesto creo que se entiende perfectamente todo
el conjunto de pesada legislación al respecto”. Y el lector comprenderá
fácilmente que hablar de “investigación” en este contexto resulta, cuando
menos, ridículo. ¿A qué se dedica entonces la financiación que desarrolla
“proyectos de investigación” en estas áreas prioritarias? Pues, además de a la
pura y dura publicidad ideológica, a la promoción de aquella materia que don
Pedro Laín Entralgo intentó sin éxito introducir en los planes de estudios
superiores, la cultura general, en el bien entendido de que ahora no se precisa
llamarla “general” sino únicamente cultura, y de que, puesto que vivimos en
sociedades multiculturales, ello supondrá la paulatina sustitución de todas las
disciplinas de este sector humanitario por los “estudios culturales”
(multiculturales, para ser más precisos), al modo como ya ha empezado a suceder
con numerosas asignaturas de la enseñanza secundaria –precisamente la
geografía, la historia, la lengua o la literatura, es decir, las “artes” y las
“humanidades”–, que tienden a ser empleadas por los caudillos y caciques
locales para educar a los súbditos en el patriotismo nacional o regional
correspondiente.
Y ello por la
pura, simple e implacable razón de que no es posible justificar una actividad
en virtud de la “demanda social” que la requiere sin privarla de cualquier
índole propia que pudiese tener para conseguir con ello dar a sus demandantes
exactamente lo que piden, que en este caso es identidad, esa forma nueva –y sin
embargo tan antigua– de pobreza que caracteriza la penuria de nuestras
sociedades avanzadas y prósperas. También aquí las fluctuaciones de la demanda
decidirán qué nuevas asignaturas han de nacer para alimentar a estos nuevos
pobres, a cuáles hay que cortar el crédito (pues serían incapaces de devolverlo
en porcentajes de rentabilidad social) y a cuáles hay que irrigarlo
generosamente en forma de oleadas de “conocimiento”. Y como hace tiempo que, al
menos entre nosotros, el estado de deterioro de la cultura hace que uno pueda
perfectamente publicar un artículo, un libro o un suplemento cultural plagado
de memeces, errores, mentiras y papanatismo y que no pase absolutamente nada (o
incluso sea elevado por ello a los cielos), o bien publicar un artículo, un
libro o un suplemento cultural pleno de inteligencia, aciertos, verdad y
originalidad y tampoco pase absolutamente nada (o incluso sea por ello
condenado a los infiernos), que uno puede lanzar al mundo un texto neofascista
y ser consagrado como la quintaesencia del progresismo, llenar su bibliografía
de tópicos y pasar por el colmo del refinamiento exquisito, y que también puede
suceder lo contrario, porque la falta de criterio en asuntos de cultura, a
fuerza de reinar entre nosotros, impera de manera absoluta e ilimitada, hay que
reconocer que es difícil que alguien llegue a notar las consecuencias de este
invento; y, en el caso de que tal notificación se produjese, considerando el
lugar tan modesto que la cultura ocupa en nuestro país, y en comparación con
parecidos grados de deterioro alcanzados en otros terrenos como la política o
las finanzas, es un problema muy inferior que nadie con mando en plaza tiene en
su agenda.
Uno de los
grandes propagandistas de la “sociedad del conocimiento”, Anhony Giddens,
afirmaba no hace mucho (“Mejorar las universidades europeas”, El País de 10 de
Abril de 2006) que “en las actuales economías avanzadas, más del 80% de la mano
de obra trabaja en los sectores de producción de conocimientos”. Obviamente, no
quería decir con ello que ese porcentaje de los empleados esté constituido por
científicos o por lo que aún hoy llamaríamos licenciados, doctores o titulados
superiores; más bien indicaba el doble fenómeno de una depreciación real del
conocimiento –gracias al prestigio de la informática se ha pasado a llamar
“conocimiento” a lo que antes sólo podría haberse considerado trabajo manual o
rutina administrativa– y de un alza puramente nominal (eufemística) en la
designación de la actividad a la que se dedica el proletariado de nuestro
tiempo. Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta
situación supone el ocaso de la mano de obra no cualificada y el advenimiento
de una clase trabajadora con conocimientos “superiores”. Que se exija la
descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes científicos
que antes configuraban la enseñanza superior en las competencias requeridas en
cada caso por el mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a
proseguir esta “educación superior” a lo largo de toda su vida laboral
(lifelong education), es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente
una mano de obra (o de “conocimiento”) completamente descualificada necesita
una permanente recualificación, y sólo ella es apta –es decir, lo
suficientemente inepta– para recibirla. Y nada tiene que ver esta
recualificación permanente con la necesaria actualización científica de las
disciplinas, pues este conocimiento es solamente un flujo descualificado (y su
apología trata solamente de eso, de que fluya sin barreras ni cortapisas de
“especialidades” o de organización disciplinar, es decir, sin apego a cualidad
alguna) en el que vienen a disolverse como en una caldera todas las ciencias y
todos los saberes más o menos sistemáticos impartidos en las universidades y en
las escuelas y hoy desarbolados y como estallados en “competencias” y
“habilidades” que campan libremente y sin constricción alguna que no sea la de
la medida de su valor en “créditos”, como lo certifica el hecho de que el
organismo estatal encargado de administrar la instrucción pública en el país en
donde profesa Giddens dejase de llamarse “Ministerio de Educación y Ciencia”
para denominarse “Ministerio de Educación y Habilidades (skills)”.
Acaso por ello
Giddens llama sintomáticamente a la nueva enseñanza universitaria “educación
post-secundiaria”, es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media:
como confiesa él mismo, “muchos [profesores jóvenes] se sienten hoy atraídos
por trabajos –como los de la industria y de la banca– que en mi generación (con
nuestros esnobismos) ni siquiera nos habríamos planteado”, lo que es un modo de
admitir que no es la súbita desaparición del “esnobismo juvenil” lo que ha
despojado a la enseñanza superior de su atractivo frente a la industria y la
banca, sino que más bien es tal “esnobismo” (es decir, la superioridad de la
enseñanza superior y la autonomía e independencia de criterio de las
universidades) el que no ha tenido más remedio que volatilizarse en la medida
en que el profesorado universitario se ha convertido en un subsector de la
“producción de conocimientos” para la industria y la banca. La reciente
separación administrativa española de las Universidades (o sea, la
investigación y el desarrollo, una cosa retóricamente mucho más moderna) y la
Educación (una cosa nada empresarial y objetivamente mucho más cutre), si bien
tiene la virtud de dejar al descubierto la intención de poner la universidad al
servicio de la empresa y de poner a la educación en su sitio, que son las redes
de beneficencia para la ciudadanía desintegrada, y la de completar la
destrucción definitiva de la figura del profesor de universidad pública (pues
una enseñanza desconectada de la investigación sólo puede ser calderilla
ideológica, y una investigación que no se transmite en la enseñanza sino que se
aplica a la industria no es investigación científica, es tecnología mercantil),
no debe ocultarnos que se trata de uno sólo y el mismo conocimiento a ambos
lados de la barrera. Cuando en la recién reconquistada democracia se puso en marcha
en España una “Ley de autonomía universitaria”, la autonomía en cuestión se
decía tal con respecto al control político ejercido sobre la universidad desde
el gobierno durante el anterior régimen totalitario; ahora, la “independencia”
de la universidad no sólo se piensa únicamente como independencia económica,
sino que ésta, a su vez, es concebida en términos empresariales de vinculación
al modelo del beneficio privado.
Bendita
descualificación
Era, pues, una
simple cuestión de tiempo que los créditos estudiantiles se realizasen
efectivamente en el mercado financiero convirtiéndose en préstamos al alumnado
que éste deberá devolver a un tipo de interés variable cuando el mero
conocimiento así adquirido se convierta en mero trabajo y, por tanto, en puro
dinero, desplazando a las viejas y obsoletas becas, ligadas a criterios tan
poco cuantificables como el mérito, el esfuerzo o la calidad del trabajo
intelectual. En ese momento descubrirán los estudiantes cuál es el valor real
de lo que han estudiado; y los que se hayan equivocado en su elección pagarán
su error al verse lastrados por una deuda de larga duración y de alto interés
en comparación con sus salarios. Esta operación se ha consumado al tiempo que
los créditos han adoptado un apellido que ha vuelto a aumentar su prestigio y
han pasado a llamarse créditos europeos (palabra que, debido a los años de
autarquía franquista, conserva en nuestro país una reputación comparable a la
que el adjetivo americano añadía en las décadas de 1940 y 1950 a todo lo
inequívocamente moderno, ya se tratase de chaquetas, de barreños de plástico o
de trituradores de basura), que cuentan las horas efectivas de trabajo de los
estudiantes, pues los expertos están convencidos de que los profesores,
demasiado distraídos por sus propias labores de investigación, no vigilan con
el debido denuedo a sus pupilos, y estos se escaquean ladinamente, con el
consiguiente despilfarro de unos dineros cuya dilapidación podía consentirse
mientras eran públicos, pero que ahora que son privados hay que contabilizar y
aquilatar al céntimo (y, por lo tanto, al segundo de trabajo). Puesto que ahora
–ahora que Educación y Universidad operan en frentes separados– quienes enseñen
ya no tendrán que investigar, no habrá motivo para que se distraigan y podrán
dedicar todo su tiempo a tutorizar a sus alumnos (en línea con la exaltación de
la figura del tutor que denostó la Ilustración, restauró la LOGSE y consagró la
LOE).
Muchos
recordarán cómo, precisamente debido a que el trabajo había unido su destino al
del dinero y se había elevado por encima de cualquier determinación o
contenido, la llegada de la actual y divertida época de los tipos de cambio
fluctuantes y de las operaciones financieras a corto plazo y de alto riesgo
–con inmensos beneficios y bancarrotas sangrantes– se encargó de convertir en
un sueño la sola idea de “empleo estable” (una reivindicación histórica de las
clases trabajadoras conquistada y consagrada en los países desarrollados tras
la segunda guerra mundial) y de carrera laboral o profesional progresiva y
acumulativa, en beneficio de lo que la termodinámica llama “una sucesión de
inestabilidades y de fluctuaciones amplificadas”. Y en cuanto el propio
“conocimiento” se adhirió a ese mismo destino, un proceso idéntico ha terminado
por laminar la noción de carrera escolar o universitaria –con lo que esta idea
tenía de trayecto finito (con un comienzo y un final) jalonado por escalones de
mérito acumulativo– en beneficio de los nuevos perfiles académicos de alta
indefinición, caracterizados únicamente por un número de créditos de la nueva
gelatina untuosa, el “conocimiento”, que se pueden combinar, alargar o reducir
según las fluidas y rápidamente cambiantes condiciones del mercado. Pues ésta
es precisamente la cuestión: mientras que las grandes crisis económicas del
pasado se caracterizaron por una devaluación tan acelerada del dinero que todos
los agentes económicos se apresuraban a cambiarlo por alimentos o por cualquier
otra mercancía antes de que sufriese una nueva depreciación, en nuestro tiempo
de globalización financiera ocurre exactamente al revés: el dinero es lo único
que vale y que sube de precio, y por ello es preciso desprenderse de
cualesquiera bienes y cambiarlos por dinero, simple dinero, cuanto más virtual,
crediticio y ficticio, cuanto más inmaterial y prospectivo mejor. En la medida
en que el mercado de trabajo sigue de cerca las transformaciones del mercado
del dinero, sucede en él lo mismo: si antiguamente tener una profesión bien
definida o un oficio bien aprendido era una ventaja selectiva para obtener un
buen empleo, actualmente ocurre que, dado que las empresas están obligadas –por
las cambiantes condiciones del mercado (perdonen por la reiteración, pero es
algo que es preciso recordar hora tras hora, hasta que terminemos por
considerarlo como una evidencia inamovible y quede grabado en nuestras almas
como un dogma)– a quebrar, remodelarse, reconfigurarse, redimensionarse,
externalizarse, emigrar o cambiar de sector continuamente, un empleado fijado a
un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o
experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí
mismo; y la habilidad verdaderamente competitiva en nuestro tiempo es la
labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de
profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector,
una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de
mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el “conocimiento” que de esta
manera se busca y se aprecia sea exactamente conocimiento de nada (de nada en
particular y de todo en general), un fluido amorfo capaz de adaptarse a
cualquier molde y de modularse según las –recuerden– variabilísimas condiciones
del mercado.
De tal manera
que, con la misma velocidad con que aquel tendero moscovita se afanaba en
cambiar por queso los fajos de billetes con que le pagaban sus clientes para
evitar que la inflación galopante convirtiese sus ganancias en calderilla en un
santiamén, se afanan hoy los empleados del mercado de trabajo flexible en
perder el lastre de las cualificaciones laborales y profesionales que pudieran
haber aprendido –que resultan desventajas selectivas en la lucha por la
supervivencia en el mercado de trabajo– y en cambiarlas por ese tipo de
descualificación fluctuante e inestable que evitará que se conviertan en clases
pasivas, prejubilados, desempleados estables, carne de beneficencia, carga
social y obstáculo para el progreso y el crecimiento económico; es decir, se afanan
en cambiarlas por “conocimiento”. Al proporcionarles esta descualificación de
forma permanente, las universidades evitarán la necesidad de que exista un
Estado social de Derecho, pues una de sus principales justificaciones es
precisamente la de proteger a los menos favorecidos contra los giros
inesperados de la fortuna, es decir, contra las crisis económicas y contra
–llevo ya un rato sin decirlo– las cambiantes condiciones del mercado. Son
estas condiciones las que harán que los empleables necesiten de tanto en tanto
volver a pedir un “préstamo de conocimiento” para readaptarse a la situación,
con lo cual, si bien la nueva materia prima –el conocimiento flexible– puede
aparecer como carente de calidad (pues, en efecto, cualquier cualidad que se le
quiera imponer resbalará sobre su escurridiza piel como el lápiz de quien
pretende escribir en el agua), lleva sin embargo en su frente la marca
fundamental del prestigio contemporáneo: la carestía, pues su precio (no
susceptible de ser fijado en una cantidad numérica exacta) es tan alto que
nunca terminará de pagarse por él.
Por la misma
razón, del otro lado de la tarima, las carreras académicas del profesorado
público comienzan a no estar ya definidas por una trayectoria ascendente
articulada en etapas consecutivas, sino simple-mente vinculadas al reciclaje
(definido en términos de habilidades elementales para la integración social en
el caso de la enseñanza primaria y secundaria y de las carreras de letras) o a
los “proyectos de investigación” (para el caso de la enseñanza superior, sobre
todo en el área científico-técnica), en donde “investigación” no designa ya una
tarea ligada a la estructura científica de las disciplinas constituidas como
saberes superiores, sino el desarrollo de “conocimiento” (sin apellidos)
susceptible de ser aplicado inmediatamente a las demandas empresariales y de
antemano financiado por dichas empresas para asegurar su convertibilidad en
destrezas fácilmente desechables. Nótese, por tanto, que las consignas
frecuentemente aducidas para justificar este estado de cosas, tales como la
indispensable conexión entre la universidad y la sociedad civil (fórmula en la
cual la “sociedad civil” designa sencillamente el tejido empresarial) o la
necesaria rendición de cuentas de la universidad a la sociedad (con el mismo
sentido) no remiten al piadoso deseo de los legisladores de salvar a los
futuros trabajadores del fantasma siempre amenazador del desempleo, sino al
hecho de que, en este sistema, la universidad sólo puede “funcionar” si se
encuentra por principio rendida a las necesidades “sociales” de riqueza
empresarial y de pobreza identitaria, de tal manera que dicha rendición no es
un objetivo político a medio plazo, sino una condición estructural de la propia
“sociedad del conocimiento”. Más que a la finalidad de asegurar un empleo
estable –expresión obsoleta y desacreditada– a sus clientes, este régimen se
dirige hacia la meta de difuminar la distinción entre empleo y desempleo,
fomentando una situación borrosa de empleo–inestable-permanente-sucesivo o de
desempleoestable-de-por-vida (que mitigará la obligación estatal de atender los
gravosos subsidios de desempleo y los atávicos sistemas de pensiones) que
habría que calificar mejor como “post-desempleo”, “neo-desempleo”,
“micro-desempleo”, “empleo rápido” o “empleo-basura”. Quienes tantas veces
hemos protestado contra el horrible símil deportivo-militar de las “carreras”
universitarias o docentes, jalonadas por obstáculos-batallas que había que
superar con enormes dosis de esfuerzo y preparación (los exámenes y las
oposiciones), tenemos así nuestro merecido escarmiento en la “sociedad del
conocimiento”, que nos muestra un día sí y otro también que el desbaratamiento
de semejantes “carreras” lleva aparejado un infierno de la fluidez que convertirá
en ridículo y doméstico aquel otro tormento de la rigidez y la severidad
académica que tanto criticábamos.
Pues si hay un
punto en el cual la enseñanza (tanto la inferior como la superior) se mantiene
en una splendid isolation con respecto a la sociedad, consiste precisamente en
la ignorancia en la que ésta vive con respecto a los nuevos métodos que se
vienen imponiendo para garantizar la calidad de la docencia y de la
investigación. Los que se suelen considerar como los “males endémicos” de los
funcionarios docentes e investigadores, y que por otra parte no son distintos
de los que pudieran detectarse en cualquier otro sector de la administración
–la holgazanería burocratizada, el fomento de la mediocridad y el
apoltronamiento, y la proliferación de reinos de taifas corporativos– se
utilizan habitualmente como punta de lanza para atacar a la “universidad
tradicional” y defender “la sociedad del conocimiento”. Pero el público debe
saber que los mayoristas de la mentada sociedad no han presentado ninguna estrategia
para curar tales enfermedades; y que estas son perfectamente compatibles con el
nuevo modelo empresarial-asistencial, que incluso puede multiplicarlas y
encubrirlas con nuevos oropeles. Por ejemplo, la tan cacareada “calidad” que
viene asociada a la sociedad del conocimiento tiende a reducirse, en el caso de
las enseñanzas medias (aunque lo mismo ocurre en buena parte de los títulos
universitarios de letras), al reciclaje de la “fuerza de conocimiento” en una
colección de dudosos cursillos de informática, dinámica de grupos y
seudo-actualización que no son planificados ni impartidos desde las
universidades (en donde se supone que debería residir el criterio científico
para semejante actualización) sino desde los propios centros de secundaria – en
los cuales los profesores socializan de esta manera sus posibles o reales
ignorancias y se las transmiten recíprocamente en un ciclo sin fin–, y que sólo
subsisten debido a que una parte del salario que cobra el profesorado depende
directamente de la acreditación de su asistencia a tales cursillos. Y, en
cuanto a la “calidad de la investigación” universitaria, ésta se ha
“externalizado” y puesto en manos de una serie de agencias públicas o privadas
que, una vez más, no utilizan en sus procedimientos de evaluación las
articulaciones científicas de las diferentes disciplinas, sino una táctica
directamente calcada del mercado cultural: así como en este último, según es de
sobra sabido, la “calidad” de una novela, una obra plástica o un ensayo no se
mide de acuerdo con el valor de su contenido, sino por el número de veces que
su título, su portada o su imagen aparece en los medios de difusión encargados
de registrar su impacto, abstracción hecha de cualquier cosa relativa a su
realidad intelectual o artística, así también la calidad de la investigación
superior se evalúa sin necesidad de tomar en cuenta el contenido de los libros,
artículos o ponencias publicados por los investigadores (pues éstos no han de
presentar a estos concursos nada más que la primera y la última página de sus
trabajos en el mejor de los casos, y en la mayoría basta con la referencia
bibliográfica), sino únicamente el número de impactos (es decir, de veces que
ha aparecido su título) en ciertas revistas especializadas en la catalogación
de estos índices de impacto, revistas que, por supuesto, deben su existencia
únicamente a la competición establecida entre los sufridos investigadores (que
a menudo se traduce en pagos en dinero o en especie a esas revistas a cambio de
la publicación de trabajos) para que sus artículos aparezcan en ellas, pues de
estas apariciones depende una parte significativa de su retribución anual.
Pedagogía
perversa
Con todo, a
quienes llevamos toda nuestra vida en el mercado laboral no nos resulta nada
extraño este tipo de humillación que consiste en que, de cuando en cuando,
llega a la empresa o la institución en la que trabajamos un jefe de personal
más o menos mentecato y decreta que las condiciones económicas se han
endurecido, que la labor que realizábamos hasta ese momento ha dejado de ser
rentable y que hemos de aceptar con resignación nuestro despido, acostumbrarnos
a cobrar menos, a trabajar peor o a hacer cosas aún más vergonzosas para poder
seguir ganándonos la vida. Si alguien se hubiera limitado a decirnos que los
institutos de bachillerato o las universidades son demasiado caros, que la
ilustración como instrumento de emancipación y de justicia social ya no resulta
rentable y que hay que acometer su reconversión para transformar los antiguos
establecimientos de enseñanza y de investigación en modernas expendedurías de
“conocimiento-rápido” o “conocimiento-basura” al estilo de las empresas de
trabajo temporal y precario, esto nos habría resultado muy penoso desde el
punto de vista profesional y personal, pero también muy conocido si tenemos
alguna experiencia y alguna memoria de clase trabajadora. Lo verdaderamente
deshonroso es que esta humillación se ha envuelto en los ropajes de una
“revolución del conocimiento” sin precedentes que llevará a nuestros países a
alcanzar altas cotas de progreso y puestos de cabeza en el hit parade
internacional de la innovación científica. En El País del 22 de Abril de 2006
(“Juan Pablo II”), Rafael Sánchez Ferlosio recordaba una vez más que “la
apología positiva del ‘trabajo’ en sí mismo y por sí mismo surgió con el
capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin
rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo –sin determinación de
contenido– como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para
obreros”. Nosotros tendríamos ahora que decir que “la apología positiva del
‘conocimiento’ en sí mismo y por sí mismo” surgió con la derecha ultraliberal y
su necesidad de empleados inestables, y fue enseguida recogida sin rechistar
por la izquierda aerodinámica; y que “la exaltación del conocimiento –sin
determinación de contenido– como virtud moral” se ha desarrollado al modo de
“la más perversa pedagogía” para obreros del saber descualificado.
La “perversión”
ha resultado en este caso muy fácil de imponer: sin duda, debió hacer falta dar
un gran giro teológico para mudar la naturaleza del trabajo desde su originaria
condición de castigo divino a la de vía regia para la redención, la salvación e
incluso la revolución, mientras que resulta casi imposible señalar un solo
signo de resistencia frente a la monumental sandez, hoy aceptada como dogma, de
que el dominio universal de la comunicación social por parte de las empresas
privadas del sector de las nuevas tecnologías (completamente imposible de someter
a cualquier instancia jurídica, política, científica o de cualquier orden ajeno
a la lógica del propio mercado) es un salto cualitativo en la evolución
cultural de la especie; de que las descargas de pornografía por Internet, la
exaltación ilimitada del yo mediante la página web y el blog o la transmisión
de mensajes mediante teléfonos móviles representan una opinión pública mundial
que amplía y profundiza la democracia hasta niveles nunca conocidos; o de que
el floreciente negocio que para los fabricantes de hardware y de software ha
supuesto el imperativo indiscutido de colonizar todas las instituciones
educativas con sus productos (productos que no dejan de ser “contenedores” que
nada dicen acerca de la calidad de lo contenido en ellos o de su capacidad para
contener los saberes que suponemos propios de tales instituciones),
identificando sin el menor esfuerzo argumental la ciencia con la instalación de
ordenadores y de banda ancha, portátiles, wi-fi y cañones de proyección para
power point –perfectamente compatibles, por lo que sabemos, con la más completa
ignorancia y la estupidez más generalizada, además de con la cruda maldad–, es
una garantía del acceso mundial a la verdad. Este “conocimiento” no puede ser
otra cosa más que ese flujo continuo y uniforme de contenidos indiferentes
producidos exclusivamente como relleno superfluo y siempre sustituible para
empastar tan ilimitadamente vacíos y tecnológicamente deslumbrantes envases.
Así pues, no es
casualidad que en España la reforma universitaria que –para curar a nuestros
estudiantes del defecto que hoy les impide insertarse en el mercado laboral, la
sobrecualificación (ya nos parecía a todos que los chicos salían demasiado
preparados de las universidades y que por eso tardaban tanto en encontrar
trabajo)– reducirá la mayor parte de las antiguas licenciaturas de cinco años a
grados de tres años efectivos de docencia no especializada (o sea, de
“conocimiento” a granel) se haya visto rematada por el Anexo a la Orden
ECI/3858/2007 de 27 de diciembre (BOE, 29-XII-2007), que establece los estudios
que debe cursar quien quiera ser profesor de enseñanza secundaria y
bachillerato. Uno –conservando una ingenuidad casi kafkiana– podría haber
esperado que, conscientes de la rebaja de la formación académico-científica que
supone la mencionada reducción de los estudios de grado, las autoridades
educativas considerasen necesaria una formación ulterior en forma de master
especializado en la materia que el futuro profesor habrá de impartir en la
enseñanza media. Pues bien: no solamente esto no es así, sino que lo que se
exige al profesor de secundaria para llegar a serlo es... ¡un master de
contenido psicopedagógico!
La sustitución
de la formación académico-científica por la “psicopedagogía perversa” es un
ataque al principio de igualdad de oportunidades (pues el Estado renuncia
expresamente a ofrecer a todos los ciudadanos la mejor instrucción posible), un
falso diagnóstico de los problemas del sistema educativo (cuya índole política,
social y económica no solucionará esta hipertrofia del malhadado “Certificado
de Aptitud Pedagógica”, cuyo escandaloso fracaso es conocido por todos los
enseñantes), y una condena a muerte de las posibilidades de las facultades de
artes y humanidades (para cuyos graduados la enseñanza secundaria es la
principal salida profesional). Imaginen el caso de un estudiante que se gradúa
en una materia humanística según el nuevo sistema, en el cual se le abren dos
posibilidades. Una: si quiere completar su formación hasta el punto que
suponían los cinco años de la antigua licenciatura, tendrá que matricularse en
un master de estudios avanzados en su disciplina, pues sólo esta preparación le
capacitará para entrar en un programa de doctorado con posibilidades de
realizar una investigación de calidad científica; pero si opta por esta vía, se
cerrará toda salida profesional (pues estos estudios no habilitan para ser
profesor de bachillerato), y por tanto se trata de una vía reservada a aquellos
pocos cuyas posibilidades económicas les permitan posponer para más adelante la
penosa obligación de buscar trabajo; Dos: si necesita trabajar, tendrá que
matricularse en el master psicopedagógico, único que le permitirá aspirar a un
puesto de profesor de secundaria, y que al carecer casi por completo de contenido
científico relativo a su disciplina, además de hacerle más ignorante le
facultará para transmitir esa ignorancia a los estudiantes de bachillerato, tan
necesitados de ella; y esa elección le apartará de la posibilidad de adquirir
las competencias necesarias para la investigación en su materia. Y como no hay
que ser un genio de la prospectiva para adivinar que la mayoría de los
estudiantes, presionados por la necesidad de encontrar un empleo, se verán
obligados a elegir esta segunda opción, no solamente quedará garantizada la
rebaja de la calidad de la enseñanza media en esa disciplina, sino también
abortada la posibilidad de impartir cursos avanzados de la misma, pues la
clientela potencial de los mismos se verá forzosamente y en su generalidad
orientada hacia la psicopedagogía perversa de los nuevos obreros del
“conocimiento” si es que quiere sobrevivir.
He aquí la
“perversa pedagogía” para obreros del conocimiento, de la cual Tomás Pollán
decía lo siguiente en el artículo antes citado:
“si de lo que se
trata es de que a nadie le interese en cuanto tal nada de lo que aprende o
investiga, es natural que en esas condiciones nazca, como en la tierra más apta
para su monstruoso crecimiento, el temible y numerosísimo batallón estatal de
pedagogos y psicólogos, cuyo objetivo es conseguir que los estudiantes se
interesen, por razones extrínsecas, por lo que en sí mismo no les interesa. Por
eso, como el contenido mismo no interesa, la tarea del pedagogo-psicólogo es
motivar o –por utilizar otra expresión horrorosa– incentivar para que el joven
compita con sus compañeros en el aprendizaje de lo que no le importa”.
No es, por
tanto, que los legisladores hayan reparado súbitamente en que los discentes
tienen psiquismo y en que éste necesita ser incentivado y motivado, sino que es
la expulsión del campo de la enseñanza de todo contenido científico determinado
(en beneficio, eso sí, de un continente tecnológicamente rutilante) lo que ha
obligado a rellenar ese vacío con contenidos educativos y a sustituir al
profesor por el educador, es decir, por la nodriza (educatrix) y el “conductor”
(Duce, führer, leader, caudillo, tutor: aquel de quien la Ilustración se
proponía liberarnos) empresarial, moral, religioso o ideológico. ¿Quién puede
extrañarse de que, en estas condiciones, la principal disputa sociopolítica que
atraviesa y desgarra la enseñanza española no tenga la menor relación con las
graves deficiencias y enormes problemas que realmente la aquejan, sino con una
asignatura maría con un peso casi nulo en el curriculum y con la cuestión de la
religión y el adoctrinamiento?
El
descrédito
Lástima que toda
esta gran revolución del conocimiento, envuelta en la retórica del crédito y en
la simulación del sistema financiero, esté llegando entre nosotros a su
culminación precisamente en el momento en el cual la crisis de las
“hipotecas-basura” ha desacreditado ese sistema y ha apagado el brillo de dicha
retórica, cambiando su anterior signo positivo por la galaxia semántica de la
estrechez y la inopia de quienes son incapaces de liquidar su deuda con el
banco y pierden su casa debido al ascenso de los tipos de interés. Casi se
puede ver, a través de esta triste figura, el amargo porvenir de un sistema de
enseñanza superior cuyos usuarios (pletóricos todos ellos de créditos docentes
y discentes y de proyectos de investigación e impactos), ante la imposibilidad
de reembolsar a la “sociedad” la inversión que ésta ha hecho en ellos y de
ofrecerle rentabilidad económica y política suficiente, tendrán que declararse
insolventes y ceder su casa –la universidad en quiebra– a sus acreedores, para
que éstos puedan al menos obtener un resarcimiento simbólico subastándola en el
mercado del conocimiento. Considerando lo difícil que va a resultar embellecer
este siniestro panorama, puede afirmarse que al menos a los poetas del crédito
cognitivo les esperan días gloriosos de pleno empleo.
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