Casa rural en Atxondo | Fotofrafía de Julen Asua |
Los seres humanos nos
comportamos de maneras extrañas y hace poco hemos pasado un fin de semana muy
curioso, donde nos han resultado muy cómicas algunas de las situaciones
vividas.
El plan fue el siguiente: 16 amigos decidimos pasar un fin de semana en una casa rural en mitad del fabuloso Valle de Atxondo, en el corazón del Parque Natural del Urkiola, bajo la amenazadora sombra del Anboto, montaña que guarda innumerables secretos derivados de leyendas mitológicas. Se dice que en este monte reside la Bruja Mari, diosa de la tormenta y del pedrisco, juez implacable de la mentira y del robo entre pastores, dueña de todos los manantiales salutíferos y cuya moradas son las cuevas escavadas por el viento en estos gigantes de piedra caliza. Que se sepa, llegó a tener domicilio en los montes de Itxina, Aloña, Oiz y Anboto. Este último debía de ser su residencia predilecta, pues se decía que estaba allí cada vez que llovía, cosa que ocurre, según las estadísticas, 45 días de cada 100. De ahí que Mari acabara siendo más conocida como la Dama de Anboto.
A priori parecía un sitio
perfecto para perdernos y desatarnos de los hilos que nos hiperconectan en la
maraña infinita en la que vivimos. Un lugar para desconectar y desconectarnos,
¿verdad?.
Pues parece ser que no lo
suficiente.
Para llegar allí
necesitamos la ayuda de algún que otro GPS. Los que no teníamos este aparatejo
en el coche, acabamos perdidos entre los oscuros bosques y los solitarios
pueblos, teniendo que depender de las explicaciones vía móvil (por supuesto)
que nos daban los que ya habían llegado gracias al tomtom milagroso.
Una vez en la Casa, el
cuadro que montamos no tenía desperdicio:
De muros para fuera: el
valle, las montañas, los campos… y un frío helador. Vacas, cerdos, gallinas y
suponemos que algún asesino en serie acechando desde los bosques cercanos.
Otros caseríos que se intuían a lo lejos, delatados por el humo que salía tímidamente
por sus chimeneas. Y como no, la inevitable presencia de la dama de las
montañas, que resoplaba sobre nuestras nucas. Un paraje que recordaba bastante
al recreado en el Resident Evil pero sin los agradables campesinos que quieren
darte la bienvenida a toda costa, provistos de sus herramientas agrestes.
De muros para adentro: 16
personas con sus respectivos móviles y como alguno se llevó también el del
trabajo, habría unos 20 teléfonos todos bien colocaditos encima de una mesita.
Unos 8 o 9 coches con sus indispensables Sistemas de Posicionamiento Global
(qué raro suena dicho así). Una PlayStation2 con la que estuvimos dando el
coñazo hasta las 6 de la mañana gracias al SingStar. Una Wii, exactamente igual
que la anterior, con sus respectivos juegos, de esos que al día siguiente
tienes agujetas hasta en el pelo. Cámaras digitales no podían faltar, de todas
las marcas y modelos, reflex y compactas, que claro, para una vez que nos vamos
de aventura al campo había que inmortalizar la escena. Y por su puesto,
personalmente opté por llevar conmigo en mi “kit de supervivencia rural” mi
Retro-iPod de 20 Gb por si las moscas. Así que imagino que, al igual que yo,
muchos de mis amiguetes optarían por acudir acompañados por sus inseparables
nanos, videos, shuffles y touches, descendientes directas de la mía, que podría
ser su abuela, aunque no lo aparenta.
Cabe destacar que
sorprendentemente no había ningún ordenador portátil, dado que no estaba
previsto ver ninguna peli ni conectarse a internet. Y fue curioso porque al
final N y yo tuvimos necesidad de conectarnos para confirmar el vuelo de vuelta
a Madrid y al no poder hacerlo desde allí nos vimos obligados a irnos antes de
lo previsto para hacerlo directamente en el aeropuerto.
En vez de ir al campo a
desconectar, lo que realmente buscábamos era una excusa para pasar un par de
días todos juntos, pero sin prescindir de la colección de gadgets, colgajos
electrónicos y apéndices multimedia que forman parte de nuestra vida, y que
poco a poco y sin darnos cuenta han pasado a ser indispensables para nosotros.
En el momento, no nos
extrañó la situación tecno-rural, y a nadie le sorprendió el despliegue allí
expuesto. Aún recuerdo mi primer móvil y como algunos de mis amigos (presentes
en la rural-experience) me miraban mientras hablaba con él con ojos de: “¿pero
qué coño hace este tío con “eso” por la calle?”.
Desde estas miradas de
vergüenza y de extrañeza hasta hoy han pasado 10 años. Pensemos cómo va a
evolucionar esto en otros 10 años y cuando veamos a alguien por la calle con un
aparato infernal, pensemos que es probable que dentro no mucho tiempo, nosotros
tengamos 7 iguales a ese. Uno de cada color.
Esos días, ni siquiera la
Diosa Mari nos miró extrañada desde sus cuevas, ya que fue una de las primeras
en pillarse una iPodTouch y está en lista de espera para el nuevo iPhone.
Divina tecnología.
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