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15 dic 2007

Garabatos construidos

Estamos sorprendidos al comprobar que el último arquitecto moderno y uno de los pocos de su generación que vive aún entre nosotros, cumple 100 años el mismo día que uno de los miembros de nuestro mini equipo cumple 29.

Tuvimos hace poco la ocasión de visitar en Río de Janeiro una de sus criaturas más representativas: el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi. Allí pudimos comprobar de primera mano la revelación instantánea y casi insultante de su arquitectura.

La brutal facilidad de sus edificios y su radical literalidad hace que tenerlos delante y recorrerlos se convierta casi en un ejercicio de fe. Porque, como bien apunta Iñaki Ábalos en el artículo que vamos a reproducir a continuación, no podemos sino calificar como acto de fe el hecho de que un maestro como Niemeyer consiga levantar de la nada esos edificios hechos de sueños y logre construir un gesto trazado en un papel como si fuera la esencia pura de sus ideas.

Con una facilidad tan descarada que hace que tengamos que frotarnos los ojos durante unos segundos o pedirle a nuestro acompañante que nos pellizque en un brazo, para poder creer que lo que tenemos delante es real.

La idea de hacer unos rasgos, un garabato, en una servilleta y conseguir a los pocos meses que esa servilleta se llame Museo, Biblioteca, Plaza o Palacio y esté de inmediato en la memoria colectiva de un pueblo y construya, además, su identidad para todos los foráneos es algo que hace rechinar los dientes de todos los arquitectos.

No hemos encontrado palabras mejores que las que reproducimos en el siguiente artículo de Iñaki Ábalos, para expresar nuestra admiración por uno de los grandes. 

Feliz cumpleaños a este gran maestro, discípulo vivo de Lecorbu. 

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Libertad, sensualidad y una brutal facilidad marcan la obra del último arquitecto moderno, el último heterodoxo, el último resistente a la inmensa y tristísima nube de plomo llamada corrección, que hoy cumple 100 años. 
De Oscar Niemeyer, tras 70 años de actividad profesional y 100 de estancia luminosa en este mundo, tan sólo cabe dar testimonio de lo que a través de su figura se vio -y entendió-, y de lo que a través de su obra se comprendió y adoptó como propio. Y al hacerlo, comprobar estupefacto cómo todo menos él mismo cambia, incluida la opinión y valoración de su modernismo radiante.

En los años setenta, llenos de dogmatismo pedagógico, Niemeyer (Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907) era una presencia incómoda en los ámbitos universitarios europeos, una contradicción flagrante con el pensamiento racionalista entonces triunfante, alguien que cumplía a la perfección con el requisito de un intachable izquierdismo pero a la vez imagen viva de la más absoluta frivolidad y, además, frivolidad orgánica y modernista -cuando era la modernidad el objetivo a abatir precisamente y el organicismo se interpretaba como un reblandecimiento burgués del modernismo-. Un incordio al que se daba de lado (era bien difícil encontrar la más mínima documentación sobre su obra). Durante años, sólo Pedro Urzaiz mostró sin pudor su fascinación por él en España entera.

La generación de la movida madrileña, que amaba la frivolidad y la modernidad, adoptó sin embargo sus iconografías mambo -mambo era la palabra talismán- con fervor inconsciente pero visionario. Todo lo contrario que los que querían refundar la disciplina en la historia, o al menos en la visión estructuralista que Aldo Rossi desplegó de la historia, de los tipos arquitectónicos y su poética presencia intemporal. Curiosa paradoja, cuanto más intemporal se reclama una teoría estética más rápido se queda sin acólitos. Aquellas ideas desaparecieron en un pispás y Niemeyer siguió, desde su estudio en Copacabana, dando la espalda sistemáticamente a aquellas esplendorosas vistas (para asombro de visitantes y regocijo suyo, suponemos), proyectando con infinita libertad y simplicidad una versión cada vez más reductora y sensualista de la modernidad, casi caricaturesca, como el curioso y para algunos -yo mismo- magnífico Museo en Niterói que parece salido de uno de los viejos chistes en los que Conti ridiculizaba hace años la banalidad de muchas obras de arte abstractas, de tan simple que es su emulación del Pan de Azúcar, al que refiere su silueta con insultante inmediatez. Hasta las referencias a la figura femenina en su arquitectura, que ha seguido intensificando con el tiempo, parecen sacadas de un chiste sobre lo que uno esperaría de un artista brasileño: exuberante, sensual, gestual, dominante y comunista. En fin, la figura del carisma tropical, al modo de un Marlon Brando retirado en su isla, que uno tiende a despreciar tanto como fantasea con lo que tiene de construcción irrefrenable de un yo todopoderoso.

Hasta ahí el personaje y su significado para una generación que no se dejó hechizar por rigoristas y biempensantes (ni historicistas, ni ortodoxos modernos) y que siempre prefirió heterodoxos, marcianos e individualistas como referencia (no era difícil preferirlo teniendo las fabulosas referencias de Oíza y Sota en casa: con personajes así se aprendía casi por roce).

Queda aparte la revelación que visitar su obra sigue suponiendo para tantos como han ido teniendo la oportunidad de hacerlo: una revelación instantánea, casi insultante. Imposible olvidar la indignación de ver cómo a Niemeyer y sólo a Niemeyer los edificios se le sostenían sin pilares, las rampas volaban ligeras y aéreas como nunca se han visto en otros arquitectos, los detalles desaparecían hasta hacerte pensar que son innecesarios (todo; barandillas, rodapiés, puertas, carpinterías, prácticamente todo, simplemente ha dejado de existir en sus edificios de una forma asombrosa).

Volver al Viejo Continente y visitar las obras de Le Corbusier tras ver este despliegue de ligereza, continuidad, elegancia y simplicidad hecho por su discípulo tropical es una dura prueba que con dificultad resiste el intocable maestro suizo, sometido uno a la tentación de invertir los papeles y pensar las obras de Le Corbusier como la triste secuela europea del maestro brasileño, producto limitado por actitudes y climas que impiden el logro de la levitación, esa meta última de la modernidad de la que Niemeyer tuvo y tiene la fórmula secreta (nadie debe engañarse al respecto, no se trata en absoluto de una estrategia técnica o una concepción estructural que dominase como nadie Niemeyer: parece más bien que es el absoluto desinterés por estos temas lo que le da la autoridad completa sobre ellos, relegados al último lugar en el proceso mental, ese lugar que el arquitecto siempre destina a lo que da a desarrollar a otros -en este caso, al ingeniero José Carlos Sussekind, gran amigo suyo desde hace tiempo y capaz de resolverlo todo sin el más mínimo protagonismo)

Y por último está la facilidad. Por si no se había notado hasta aquí, lo verdaderamente irritante para otro arquitecto de la obra de Niemeyer es la brutal facilidad que se ve en todas sus obras. Especialmente ahora que -subsumidos entre códigos, normas, ordenanzas (locales, autonómicas, nacionales y europeas), project managers, compañías aseguradoras, decoradores, competencias ministeriales, intrusismo multidisciplinar, visados colegiales y competencias desleales de diversas profesiones hambrientas por arañar el supuesto pastel del diseño- lo de la facilidad parece un sueño. 

Bendita libertad, bendita facilidad, bendita sensualidad. Larga vida al último arquitecto moderno, al último heterodoxo, al último resistente a la inmensa y tristísima nube de plomo llamada corrección.

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