Tuvimos hace poco la ocasión de visitar en Río de
Janeiro una de sus criaturas más representativas: el Museo de Arte
Contemporáneo de Niteroi. Allí pudimos comprobar de primera mano la revelación instantánea y casi
insultante de su arquitectura.
La brutal facilidad de sus
edificios y su radical literalidad hace que tenerlos delante y recorrerlos se
convierta casi en un ejercicio de fe. Porque, como bien apunta Iñaki Ábalos en
el artículo que vamos a reproducir a continuación, no podemos sino calificar como acto de fe el hecho de que un
maestro como Niemeyer consiga levantar de la nada esos edificios hechos de
sueños y logre construir un gesto trazado en un papel como si fuera la esencia
pura de sus ideas.
La idea de hacer
unos rasgos, un garabato, en una servilleta y
conseguir a los pocos meses que esa servilleta se llame Museo, Biblioteca,
Plaza o Palacio y esté de inmediato en la memoria colectiva de un pueblo y
construya, además, su identidad para todos los foráneos es algo que hace
rechinar los dientes de todos los arquitectos.
No hemos encontrado
palabras mejores que las que reproducimos en el siguiente artículo de Iñaki
Ábalos, para expresar nuestra admiración por uno de los grandes.
Feliz
cumpleaños a este gran maestro, discípulo vivo de Lecorbu.
++
Libertad,
sensualidad y una brutal facilidad marcan la obra del último arquitecto
moderno, el último heterodoxo, el último resistente a la inmensa y tristísima
nube de plomo llamada corrección, que hoy cumple 100 años.
De Oscar Niemeyer, tras
70 años de actividad profesional y 100 de estancia luminosa en este mundo, tan
sólo cabe dar testimonio de lo que a través de su figura se vio -y entendió-, y
de lo que a través de su obra se comprendió y adoptó como propio. Y al hacerlo,
comprobar estupefacto cómo todo menos él mismo cambia, incluida la opinión y
valoración de su modernismo radiante.
En los años setenta, llenos
de dogmatismo pedagógico, Niemeyer (Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907)
era una presencia incómoda en los ámbitos universitarios europeos, una
contradicción flagrante con el pensamiento racionalista entonces triunfante,
alguien que cumplía a la perfección con el requisito de un intachable izquierdismo
pero a la vez imagen viva de la más absoluta frivolidad y, además, frivolidad
orgánica y modernista -cuando era la modernidad el objetivo a abatir
precisamente y el organicismo se interpretaba como un reblandecimiento burgués
del modernismo-. Un incordio al que se daba de lado (era bien difícil encontrar
la más mínima documentación sobre su obra). Durante años, sólo Pedro Urzaiz
mostró sin pudor su fascinación por él en España entera.
La generación de la movida
madrileña, que amaba la frivolidad y la modernidad, adoptó sin embargo sus
iconografías mambo -mambo era la palabra talismán- con fervor inconsciente pero
visionario. Todo lo contrario que los que querían refundar la disciplina en la
historia, o al menos en la visión estructuralista que Aldo Rossi desplegó de la
historia, de los tipos arquitectónicos y su poética presencia intemporal.
Curiosa paradoja, cuanto más intemporal se reclama una teoría estética más
rápido se queda sin acólitos. Aquellas ideas desaparecieron en un pispás y Niemeyer
siguió, desde su estudio en Copacabana, dando la espalda sistemáticamente a
aquellas esplendorosas vistas (para asombro de visitantes y regocijo suyo,
suponemos), proyectando con infinita libertad y simplicidad una versión cada
vez más reductora y sensualista de la modernidad, casi caricaturesca, como el
curioso y para algunos -yo mismo- magnífico Museo en Niterói que parece salido
de uno de los viejos chistes en los que Conti ridiculizaba hace años la
banalidad de muchas obras de arte abstractas, de tan simple que es su emulación
del Pan de Azúcar, al que refiere su silueta con insultante inmediatez. Hasta
las referencias a la figura femenina en su arquitectura, que ha seguido
intensificando con el tiempo, parecen sacadas de un chiste sobre lo que uno esperaría
de un artista brasileño: exuberante, sensual, gestual, dominante y comunista.
En fin, la figura del carisma tropical, al modo de un Marlon Brando retirado en
su isla, que uno tiende a despreciar tanto como fantasea con lo que tiene de
construcción irrefrenable de un yo todopoderoso.
Hasta ahí el personaje y su
significado para una generación que no se dejó hechizar por rigoristas y
biempensantes (ni historicistas, ni ortodoxos modernos) y que siempre prefirió
heterodoxos, marcianos e individualistas como referencia (no era difícil
preferirlo teniendo las fabulosas referencias de Oíza y Sota en casa: con
personajes así se aprendía casi por roce).
Queda aparte la revelación
que visitar su obra sigue suponiendo para tantos como han ido teniendo la oportunidad
de hacerlo: una revelación instantánea, casi insultante. Imposible olvidar la
indignación de ver cómo a Niemeyer y sólo a Niemeyer los edificios se le
sostenían sin pilares, las rampas volaban ligeras y aéreas como nunca se han
visto en otros arquitectos, los detalles desaparecían hasta hacerte pensar que
son innecesarios (todo; barandillas, rodapiés, puertas, carpinterías,
prácticamente todo, simplemente ha dejado de existir en sus edificios de una
forma asombrosa).
Volver al Viejo Continente
y visitar las obras de Le Corbusier tras ver este despliegue de ligereza,
continuidad, elegancia y simplicidad hecho por su discípulo tropical es una
dura prueba que con dificultad resiste el intocable maestro suizo, sometido uno
a la tentación de invertir los papeles y pensar las obras de Le Corbusier como
la triste secuela europea del maestro brasileño, producto limitado por
actitudes y climas que impiden el logro de la levitación, esa meta última de la
modernidad de la que Niemeyer tuvo y tiene la fórmula secreta (nadie debe
engañarse al respecto, no se trata en absoluto de una estrategia técnica o una
concepción estructural que dominase como nadie Niemeyer: parece más bien que es
el absoluto desinterés por estos temas lo que le da la autoridad completa sobre
ellos, relegados al último lugar en el proceso mental, ese lugar que el
arquitecto siempre destina a lo que da a desarrollar a otros -en este caso, al
ingeniero José Carlos Sussekind, gran amigo suyo desde hace tiempo y capaz de
resolverlo todo sin el más mínimo protagonismo)
Y por último está la facilidad. Por si no se había notado hasta aquí, lo verdaderamente irritante para otro arquitecto de la obra de Niemeyer es la brutal facilidad que se ve en todas sus obras. Especialmente ahora que -subsumidos entre códigos, normas, ordenanzas (locales, autonómicas, nacionales y europeas), project managers, compañías aseguradoras, decoradores, competencias ministeriales, intrusismo multidisciplinar, visados colegiales y competencias desleales de diversas profesiones hambrientas por arañar el supuesto pastel del diseño- lo de la facilidad parece un sueño.
Y por último está la facilidad. Por si no se había notado hasta aquí, lo verdaderamente irritante para otro arquitecto de la obra de Niemeyer es la brutal facilidad que se ve en todas sus obras. Especialmente ahora que -subsumidos entre códigos, normas, ordenanzas (locales, autonómicas, nacionales y europeas), project managers, compañías aseguradoras, decoradores, competencias ministeriales, intrusismo multidisciplinar, visados colegiales y competencias desleales de diversas profesiones hambrientas por arañar el supuesto pastel del diseño- lo de la facilidad parece un sueño.
Bendita libertad, bendita facilidad, bendita
sensualidad. Larga vida al último arquitecto moderno, al último heterodoxo, al
último resistente a la inmensa y tristísima nube de plomo llamada corrección.
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