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13 nov 2007

Capitales de audacia. Escombreras del miedo


Metropolis / Fritz Lang

Somos unos enamorados de las ciudades. Y queremos conocer todas las ciudades del mundo. Sin excepción. 

A pesar de estar de acuerdo con aquella frase con la que Mario Benedetti acababa una de sus poesías, que decía: “Hay ciudades para vivir/y otras en las que no querría ni caerme muerto”, admito que yo podría morirme en cualquier ciudad del mundo. Evidentemente tengo mis preferencias pero puestos a elegir, casi cualquier ciudad me vale. 

Cada ciudad es un pequeño mundo habitado, personal e intransferible. Una pequeña porción del planeta donde poder vivir y morir. 

Porque las ciudades son el escenario de nuestras vidas.



Quiero que esparzan mis cenizas por las principales metrópolis del planeta. Permanecer por toda la eternidad pegado a sus aceras y a sus edificios. Quiero volar por su contaminado aire junto con el humo y la polución y quiero que mi corazón inerte siga latiendo al compás del frenético pulso de cada urbe. Quiero visitar cuando me plazca los lugares que las conforman, capaces de atraer día tras día, durante vidas y vidas enteras, a cientos de miles de grupos y manadas de males humanos que acuden masivamente y recorren los mismos puntos geográficos por cada ciudad del mundo, concentrándose en las mismas coordenadas planetarias.

¿Cómo es posible que haya lugares con una capacidad atractora tan grande que todos queramos verlos, estar allí, sacarnos una fotografía, tener una pequeña historia en ese escenario? ¿Cómo es posible que nunca se agote su atractivo? ¿Cómo se puede lograr concentrar tanta belleza?

Las ciudades nos ofrecen situaciones inimaginables. Rincones únicos. Escenarios donde han ocurrido acontecimientos que han cambiado el rumbo de la historia del hombre, o lugares que solamente son conocidos por servir de fondo de la acción de una película, o sitios famosos porque a la gente le dio por comenzar a ir allí, inexplicablemente, en algún momento indeterminado de sus vidas. Las ciudades son confusas. Son únicas. No conozco dos ciudades de cierta entidad donde me haya sentido igual. Hay ciudades parecidas, pero al conocerlas durante períodos limitados de tiempo, eres cada vez más consciente de la identidad diferenciada de cada una.

¿No os gustaría poder vivir en todas las ciudades del planeta?

Las ciudades son, por otro lado, productos inseparables de la actividad de las personas que diariamente las utilizan. Sus consumidores, los habitantes de estos gigantes del espacio público, van perfilando su evolución con la actividad que desarrollan en sus días y en sus noches. Las ciudades evolucionan y sienten. Respiran, comen y beben aunque raras veces duermen. Nunca se quedan dormidas por completo. Duermen siempre con un ojo abierto pendiente de lo que está sucediendo. Incluso se ponen enfermas de vez en cuando. Son organismos muy complejos y, sinceramente, no nos apetece entenderlas demasiado como para poder estudiarlas. No nos apetece analizarlas arquitectónicamente ni urbanísticamente. Nos gustan así. Enigmáticas. Oscuras. Aleatorias.

¿No os gustaría sentiros por un instante un turista en vuestra propia ciudad?

Nos gustaría hablar de Madrid. Nos gustaría hablar de Londres. De París. De Nueva York. De Lisboa. De Tokyo. De Rio de Janeiro. De La Habana. De Rótterdam. De Estocolmo. De Praga. De Marrakech. De Bilbao. De Copenhague. De Miami. De Barcelona. De Marsella. De Lyon. De Nápoles. De Atenas. De Salvador de Bahía. De Kyoto. De Berlín. De Oporto. De Chicago. De Oslo. De Roma. De El Cairo. De Fez. De Florencia. De Buenos Aires. De Shanghai.

Las ciudades son las limitadoras de la naturaleza. Las que la interrumpen constantemente surgiendo como grandes monstruos. Y esos maravillosos monstruos son nuestra casa. Son nuestro paisaje preferido. En ellas vivimos. En ellas moriremos.

Hay tantas ciudades. Unas Capitales de Gloria. Otras Ciudadelas del Asco.

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