Metropolis / Fritz Lang |
Somos unos enamorados de las ciudades. Y queremos conocer todas las ciudades del mundo. Sin excepción.
A pesar de estar de acuerdo con aquella frase con la que Mario Benedetti acababa una de sus poesías, que decía: “Hay ciudades para vivir/y otras en las que no querría ni caerme muerto”, admito que yo podría morirme en cualquier ciudad del mundo. Evidentemente tengo mis preferencias pero puestos a elegir, casi cualquier ciudad me vale.
Cada ciudad es un pequeño mundo habitado, personal e intransferible. Una pequeña porción del planeta donde poder vivir y morir.
Porque las ciudades son el escenario de nuestras vidas.
Quiero que esparzan mis
cenizas por las principales metrópolis del planeta. Permanecer por toda
la eternidad pegado a sus aceras y a sus edificios. Quiero volar por su
contaminado aire junto con el humo y la polución y quiero que mi corazón
inerte siga latiendo al compás del frenético pulso de cada urbe. Quiero visitar
cuando me plazca los lugares que las conforman, capaces de atraer día tras día,
durante vidas y vidas enteras, a cientos de miles de grupos y manadas de males
humanos que acuden masivamente y recorren los mismos puntos geográficos por
cada ciudad del mundo, concentrándose en las mismas coordenadas planetarias.
¿Cómo
es posible que haya lugares con una capacidad atractora tan grande que todos
queramos verlos, estar allí, sacarnos una fotografía, tener una pequeña
historia en ese escenario? ¿Cómo es posible que nunca se agote su
atractivo? ¿Cómo se puede lograr concentrar tanta belleza?
Las ciudades nos
ofrecen situaciones inimaginables. Rincones únicos. Escenarios donde han
ocurrido acontecimientos que han cambiado el rumbo de la historia del hombre, o
lugares que solamente son conocidos por servir de fondo de la acción de una
película, o sitios famosos porque a la gente le dio por comenzar a ir allí,
inexplicablemente, en algún momento indeterminado de sus vidas. Las ciudades
son confusas. Son únicas. No conozco dos ciudades de cierta entidad donde me
haya sentido igual. Hay ciudades parecidas, pero al conocerlas durante períodos
limitados de tiempo, eres cada vez más consciente de la identidad diferenciada
de cada una.
¿No os gustaría poder
vivir en todas las ciudades del planeta?
Las ciudades son, por
otro lado, productos inseparables de la actividad de las personas que
diariamente las utilizan. Sus consumidores, los habitantes de estos gigantes
del espacio público, van perfilando su evolución con la actividad que
desarrollan en sus días y en sus noches. Las ciudades evolucionan y sienten.
Respiran, comen y beben aunque raras veces duermen. Nunca se quedan dormidas
por completo. Duermen siempre con un ojo abierto pendiente de lo que está
sucediendo. Incluso se ponen enfermas de vez en cuando. Son organismos muy
complejos y, sinceramente, no nos apetece entenderlas demasiado como para poder
estudiarlas. No nos apetece analizarlas arquitectónicamente ni
urbanísticamente. Nos gustan así. Enigmáticas. Oscuras. Aleatorias.
¿No os gustaría
sentiros por un instante un turista en vuestra propia ciudad?
Nos gustaría hablar de
Madrid. Nos gustaría hablar de Londres. De París. De Nueva York. De Lisboa. De
Tokyo. De Rio de Janeiro. De La Habana. De Rótterdam. De Estocolmo. De Praga.
De Marrakech. De Bilbao. De Copenhague. De Miami. De Barcelona. De Marsella. De
Lyon. De Nápoles. De Atenas. De Salvador de Bahía. De Kyoto. De Berlín. De
Oporto. De Chicago. De Oslo. De Roma. De El Cairo. De Fez. De Florencia. De
Buenos Aires. De Shanghai.
Las ciudades son las
limitadoras de la naturaleza. Las que la interrumpen constantemente surgiendo
como grandes monstruos. Y esos maravillosos monstruos son nuestra casa. Son
nuestro paisaje preferido. En ellas vivimos. En ellas moriremos.
Hay tantas ciudades. Unas Capitales de Gloria. Otras Ciudadelas del Asco.
Hay tantas ciudades. Unas Capitales de Gloria. Otras Ciudadelas del Asco.
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